VIAJE AL CORAZÓN DE LOS HAITISES
La yola volaba. En cada ola, en cada
golpe de mar, en cada movimiento rápido y firme del timón, la yola volaba.
Apenas nos habíamos elevado del asiento por iniciar la bajada ya de la cresta
de la ola, cuando, sin apenas transición que nos diera tiempo a un respiro,
caíamos violentamente en el travesaño de madera que constituía nuestro apoyo y asiento intermitentes.
Las posaderas –con perdón- ya nos dolían de forma considerable y comenzaba a hacerse insufrible. Yo miraba de
reojo al patrón de la embarcación… Él impertérrito, erguido, flexionando las
piernas en cada vaivén, con el pelo enmarañado y flotando al capricho de los vientos, miraba hacia el frente, hacia lo más profundo del
horizonte, como el más avezado e intrépido viejo lobo de mar.
Él, aunque no se notara, estaba muy
atento a la llegada de cada ola, a su altura, a su aspecto... Normalmente las
solía coger de frente lo que propiciaba nuestro martirio en cada salto e inclinación; pero lo
peor no era eso: lo peor era cuando llegaba esa otra ola que suele venir cada
cierto número de vaivenes y que, al ser mucho más alta, por lo que pudimos ver, correspondía emplear
otra táctica más acorde con la nueva situación planteada... Al principio, cuando vimos que nuestro patrón enfrentaba la ola de forma
sesgada, casi como queriendo escapar de ella o esconderse de las que venían a continuación, exhalamos un suspiro de esperanza en que, al menos en ésa, no
experimentaríamos la “caída libre” que veníamos sufriendo desde hacía demasiadas olas. ¡Ah!, pero ¡qué confundidos estábamos! Cuando,
tras ascender con una facilidad pasmosa hasta la cumbre, hasta la cima, hasta
lo más alto del violento oleaje, vimos que nuestro patrón, con golpe certero de
timón, se ponía totalmente en noventa grados con respecto a la línea de la
espumeante cresta, fue cuando ya entonces se nos erizaron los pelos a pesar de
que según las leyes físicas esto resultaría imposible pues nuestro cabello
estaba totalmente mojado y pegado a la cabeza; pero así ocurrió al ver como,
desde lo más alto de la más alta ola que habíamos enfrentado, caíamos en picado
para encontrarnos con las siguientes y siguientes y siguientes que no terminaban nunca. A mí se me hacía que la proa partiría en
dos la próxima pared acuosa penetrando en ella como un veloz torpedo y que nos
iríamos al fondo del Atlántico irremisiblemente y para siempre.
Pero no, cuando la proa golpeaba con
violencia estruendosa levantando a sus costados sendas murallas de agua salada,
con ese seco chasquido que también me hacía temer por la integridad física de
nuestro barquito, no fuera a ser que rompiera por la mitad, nos elevábamos otra
vez deslizándonos todos hacia atrás como si quisiéramos llegar al que así nos
transportaba para implorarle, rogarle, suplicarle que fuera mucho más
despacio… Pero él, nuestro patrón, seguía estudiando las olas y mirando en
lontananza sin albergar en su mirada ningún atisbo de piedad hacia nosotros que nos hiciera confiar en
la más mínima esperanza de su compasión. Se notaba que estaba acostumbrado a
llevar el bote en condiciones adversas, muy adversas; mas no tenía en cuenta
que sus pasajeros posiblemente no tuvieran la misma experiencia en asuntos
marineros o, por si fuera el caso, que no hubieran subido nunca a algo que
flotara. Nos asíamos con fuerza a la regala, pero ésta se deslizaba
continuamente a pesar de la presión que ejercíamos y, consecuentemente, además del movimiento
vertical, constante e insufrible como ya hemos apuntado, teníamos que padecer
un movimiento horizontal en el cual reverenciábamos a la proa continuamente en una especie de ritual al que íbamos obligados. En
cada salto y en cada bajada, el agua nos salpicaba sin piedad, inmisericorde,
inexorable; aunque habríamos de puntualizar que en realidad lo que ocurría es
que el agua nos bañaba, nos empapaba, se metía dentro de nosotros por completo
haciendo que ni siquiera pudiéramos casi abrir los ojos debido al escozor pues tanta era la sal
que teníamos en ellos.
Era como una especie de carrera
desenfrenada para ganar a unos adversarios inexistentes.
Situación geográfica de Los Haitises, de la Península de Samaná y del itinerario que se sigue, saliendo de la ciudad de Santa Bárbara de Samaná (línea discontinua) |
Afortunadamente, Samaná, su bahía
y la zona de Los Haitises gozan de un clima bonancible en donde no son
frecuentes estas situaciones; no obstante –eso también hay que reconocerlo- un
poco de aventura y emoción de vez en cuando nos hará salir de la rutina y
siempre lo recordaremos como una anécdota que contar a nuestros amigos y
familiares. ¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos todo controlado y nunca
nada se saliera de lo que hemos calculado! Francamente, no queremos ni pensarlo.
(imagen provisional) Vista aérea de los mogotes que se encuentran semisumergidos. |
Pero veamos primero, antes de iniciar
nuestro espléndido viaje, cuáles son las características fundamentales del
Parque Nacional de Los Haitises. Comprobaremos a lo largo de este reportaje,
que esta zona es una bendición de la naturaleza; es una manifestación magnífica
de un paisaje kárstico en donde, si lo observáramos desde el aire, veríamos una
serie interminable de elevaciones de unos 30 ó 40 metros de altura llamadas
mogotes. Estas formaciones, geológicamente hablando, tienen su origen en capas
sedimentarias submarinas que posteriormente quedaron al descubierto por
elevación del terreno en donde -ya sí- fueron erosionadas por la lluvia, el viento y la
fuerza del terco oleaje, modelando un fantástico escenario que es el que ahora podemos contemplar.
Este escenario tiene el mismo origen
que las formaciones que podemos encontrar en otros lugares intertropicales y
que a buen seguro siempre habrán llamado nuestra atención; como los ejemplos de
la bahía de Halong, en Vietnam, o las formaciones chinas de Shilin o las llamadas
colinas de chocolate, en Las Filipinas; el paraíso de Krabi, en Thailandia, el
increíble “mundo perdido” de Yangshuo –también en China-… y muchos otros
lugares exóticos, apartados, lejanos que hemos visto y admirado tantas veces en
documentales y revistas.
...Pero no hace falta ir tan lejos y
gastarnos un montón de dinero en transporte. No. Aquí, en la República Dominicana,
en la Península de Samaná, existe una formación kárstica que no tiene nada que
envidiar a esos lugares que acabamos de mencionar. Aquí, en las Antillas
Mayores, en La Hispaniola, un mundo mágico, ignoto, sorprendente nos aguarda.
Recorrámoslo de la mano y esperamos que este reportaje sirva para despertar en
el curioso internauta el deseo de visitarlo en algún momento… o ahora, si
tuviéramos un poco de tiempo para nosotros, pues no debemos olvidar que de vez
en cuando tenemos que poner en armonía nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra
alma. Un viaje al mágico escenario de Los Haitises nos ayudará a conseguirlo plenamente.
Le invitamos a descubrir y disfrutar de un sorprendente recorrido.
Acompáñenos.
La mañana había amanecido algo
calurosa. El tiempo, al mirar por el ventanal de nuestra habitación, parecía
que prometiera una buena jornada; aunque en estos lugares tropicales nunca se
sabe pues lo mismo hace un magnífico sol como, a la hora, está lloviendo a mares…
Pero bueno, no parecía que fuera el caso en esta jornada de cielos impolutos aunque con viento algo rezongón . Nos aseamos y nos preparamos temprano para
coger nuestra “yipeta” (vehículo todo terreno) y dirigirmos sin mayor
tardanza a la ciudad de Santa Bárbara de Samaná pues habíamos quedado temprano
para iniciar una excursión que prometía ser apasionante en muchos aspectos.
El embarcadero en el cual podremos contratar directamente nuestro viaje, se encuentra en el malecón, a poca distancia de las casitas de estilo victoriano que destacan por sus llamativos colores. |
Llegamos justo a tiempo al muelle.
Allí, tras saludar a nuestro patrón, le entregamos la mitad del precio acordado
(es costumbre hacerlo así) para luego, al terminar, ya bien entrada la tarde,
entregarle el resto... y la propina si se hubiera hecho merecedor de ella, claro
está. Fue entonces cuando nos fijamos que la yola en la que íbamos a viajar tenía el rimbombante nombre de "Madri" -sin la "de" final- como si fuera pronunciado por un acérrimo castizo; aunque, a decir verdad, más espectacular resultaba el nombre de otra yola en la que había viajado no hacía mucho tiempo: "El corsario rojo". ¡Vaya, sí que son "ampulosos" en los bautizos de las embarcaciones!
Bien, pues tal y como decíamos, ya estábamos en el muelle; un muelle de madera alrededor del cual pudimos observar varias yolas de muy diversa factura y conservación. En este sentido, debemos saber que una yola es una pequeña embarcación muy utilizada por los pescadores y cuya construcción consiste en un casco alargado con travesaños que realizan la función de asientos para la tripulación. Tiene una sola cubierta -los que vimos eran todos de fibra de vidrio-y es propulsada por motores fuera borda convirtiéndose en una nave bastante versátil y muy apta para navegar en lugares cercanos a la costa.
Momentos antes de llegar al embarcadero -y ya estacionados al lado del muelle- una agente de policía, amable y simpática, nos hizo reír pues nos "regañó" -en plan de relajada broma- por habernos "escapado" sin pagar el parqueo la semana anterior en la cual también estuvo el que narra esta aventura por aquellos parajes. Yo me defendí con la verdad por delante: ¡pero si usted no estaba para cobrar la boleta! Ella sonrió, me miró y me dijo: ¡claro! ¡Con la que estaba cayendo!
Efectivamente: la semana anterior fue la famosa semana de nuestra odisea con la yola y el océano tempestuoso. ¡Lógico! Cuando trepamos al muelle bajo un violento aguacero (pues justo se puso a diluviar cuando ya estábamos llegando) no había nadie por las calles y aunque la agente de policía aseguró habernos visto, no quiso salir "con la que caía". Estuvimos charlando un poco ante la mirada de nuestro patrón que ya empezaba a impacientarse y prometí a la amable agente que a la vuelta pagaría la estancia de los dos días.
Bien, pues tal y como decíamos, ya estábamos en el muelle; un muelle de madera alrededor del cual pudimos observar varias yolas de muy diversa factura y conservación. En este sentido, debemos saber que una yola es una pequeña embarcación muy utilizada por los pescadores y cuya construcción consiste en un casco alargado con travesaños que realizan la función de asientos para la tripulación. Tiene una sola cubierta -los que vimos eran todos de fibra de vidrio-y es propulsada por motores fuera borda convirtiéndose en una nave bastante versátil y muy apta para navegar en lugares cercanos a la costa.
Momentos antes de llegar al embarcadero -y ya estacionados al lado del muelle- una agente de policía, amable y simpática, nos hizo reír pues nos "regañó" -en plan de relajada broma- por habernos "escapado" sin pagar el parqueo la semana anterior en la cual también estuvo el que narra esta aventura por aquellos parajes. Yo me defendí con la verdad por delante: ¡pero si usted no estaba para cobrar la boleta! Ella sonrió, me miró y me dijo: ¡claro! ¡Con la que estaba cayendo!
Efectivamente: la semana anterior fue la famosa semana de nuestra odisea con la yola y el océano tempestuoso. ¡Lógico! Cuando trepamos al muelle bajo un violento aguacero (pues justo se puso a diluviar cuando ya estábamos llegando) no había nadie por las calles y aunque la agente de policía aseguró habernos visto, no quiso salir "con la que caía". Estuvimos charlando un poco ante la mirada de nuestro patrón que ya empezaba a impacientarse y prometí a la amable agente que a la vuelta pagaría la estancia de los dos días.
...Bajamos la angosta escalerilla metálica que permite saltar a las yolas y tras el cabeceo habitual, nos enfundamos los chalecos salvavidas. Por supuesto, no se trata de ninguna desconfianza hacia nuestro experimentado capitán del barco; sino que, antes al contrario, se trata de una medida de precaución que, además de ser obligatoria es conveniente... Así, por poner un ejemplo, vendría a ser como el cinturón en los coches… ¡Ojalá que nunca tengan que cumplir con su función!
Suena el potente rugido del motor
Yamaha y nuestra embarcación inicia su travesía. Pasamos por debajo del puente
peatonal y nos dirigimos, en mar abierto, a una orilla que más que verse, se
intuye allá, a lo lejos.
El viento nos azota el rostro con
fuerza; pero es una sensación agradable, placentera. Es una lástima que estos
motores fuera borda hagan tanto ruido porque estando rodeados de agua por todas
partes, prácticamente en medio de la nada (sensación ésta muy patente cuando
estemos a mitad de travesía) sería extraordinario sentir el silencio solo
matizado por la rumorosidad de las olas y el silbo aterciopelado de un viento
que nos dice que él ya ha estado en Los Haitises y que lo ha visto todo desde arriba
y que nos espera una jornada llena de sorpresas y emociones… ¡Ah! ¡Pero qué le
vamos a hacer! Si tuviéramos más tiempo, lo ideal sería un barquito de vela…
Pero eso no es posible cuando se quieren optimizar las horas.
Un laberinto. Eso es lo que parecen
los pasos que se forman entre los elevados islotes. Todos ellos conforman una
extensión paralela a la costa que eleva sus verticales paredes hasta una
coronación de arbustos y arboleda de magnífica hechura. Por eso, por su
naturaleza calcárea, es por lo que la zona en la que rompen las olas suele
estar más erosionada; pero se da una curiosa circunstancia: dado que el terreno
se ha ido progresivamente elevando, los mogotes han ido quedando más altos que
el nivel que tenían tiempo atrás. Eso ha propiciado que en muchos de ellos se
haya formado una línea de erosión que antes estaba a ras de agua y que ahora
queda unos metros por encima de ella.
Zonas fuertemente erosionadas por acción del oleaje que se encuentran en la actualidad por encima del nivel de las aguas. |
Ya estamos aquí, en el dédalo de
islotes que conforman la parte litoral de este lugar de tan singular ambiente.
Poco a poco nos vamos adentrando y dependiendo del tiempo que haya hecho en los
días anteriores, el agua presentará una u otra coloración, pues la
desembocadura del poderoso río Yuna afecta de una forma decisiva a este
entorno. En efecto, aunque el Yuna desemboca relativamente lejos de donde nos
encontramos, es tal su aporte de agua que influye decisivamente en varios
kilómetros mar adentro. Esto hace, como ya se ha explicado anteriormente, que
la biodiversidad sea especialmente rica. Por eso, si vemos el agua con una
fuerte tonalidad amarronada, será claro indicio de que ha llovido mucho y los
limos transportados por el río son los que dan esa coloración verde-amarronada tan
característica; o bien, si hiciera tiempo que no lloviera en demasía, el agua presentaría un aspecto de tonalidades azules con reflejos semiverdosos.
Nos sorprenderá observar cómo la
ubérrima arboleda llega en muchas ocasiones hasta el nivel de las aguas. Allí,
en donde encuentre un poquito de tierra, se aferrará a ella desesperadamente.
Las variaciones verdosas y verdoso-amarillentas de sus copas, configuran un paisaje que nos
subyugará sin ninguna duda. Al fondo siempre la costa, cayendo en picado sobre
el mar y a veces, de tarde en tarde, alguna pequeña playa nos sorprenderá por
su recato.
Nuestro patrón –casi nos habíamos
olvidado de él- es una persona joven pero en la cual se notan años de
experiencia en estas travesías. Sus conocimientos sobre el Parque son, sin duda,
extensos por lo que nos provee de una gran cantidad de información que nosotros recogemos
ávidamente. Así, nos comenta entre otras curiosidades, que este parque fue
declarado Reserva Forestal por la ley 244/68 con el sobrenombre de “Zona Vedada
de Los Haitises”.
En cuanto a la declaración de Parque Nacional –continúa relatándonos
nuestro patrón- se hizo con fecha 3 de junio del año 76; mediante la ley 409 de
ese mismo año mediante la expresión de su naturaleza que, como se decía en la
citada ley, “desde el punto de vista geológico, la región de Los
Haitises, que ocupa un área de alrededor de 1,200 km2, es un horst tectónico constituidos por
rocas calizas miocénicas. Esto produce formaciones kársticas tropicales entre
las más extensas de República Dominicana, caracterizadas por dolinas, cuevas, acantilados
y grandes depresiones rellenas de arcillas, separadas por colinas largas y
estrechas que localmente toman el nombre de mogotes”.
Nosotros, francamente, nos quedábamos
asombrados de los conocimientos que tenía nuestro “capi” pero nos felicitábamos
por ello ya que no podríamos tener mejor compañía.
La mayoría de los mogotes presentan vistosos acantilados que, con sus diferentes tonalidades, nos llamarán poderosamente la atención. |
A veces, incluso, con sus coloraciones negruzcas, se potencia más, si cabe, la espectacularidad de estos pequeños farallones. |
Por un momento nos quedamos mirando a
un catamarán que estaba en aquellos instantes a sotavento. Su cubierta bullía
de personas de variopintos colores mientras un guía les iba dando las oportunas
doctas explicaciones en varios idiomas. ¡Ah! ¡Qué diferente resulta ir con un
montón de personas de un lado a otro al son de los tiempos que nos marquen, con
respecto a estar solos en una frágil yola! ...Y con el aditamento de una
conversación amena de un buen patrón y disfrutando de la libertad que da poder
ir –más o menos- a donde cada uno estime mejor, dentro de los tiempos
contratados, pero siempre sin prisas y estando en cada lugar cuanto haga falta.
Esa diferencia, aunque suponga unos pocos pesos más, es fundamental.
El día seguía siendo bueno y el
sol caía a plomo sobre nuestra pequeña pero acogedora embarcación. Nuestro
patrón, siempre atento al motor y al timón, maniobraba entre los mal llamados
cayos mientras el ayudante, agarrado a la maroma de proa, vigilaba por si fuera
necesaria alguna actuación complementaria. A una indicación nuestra, nuestro “capi”
nos comentó que la notable riqueza pesquera de la bahía se debe a tres
condiciones fundamentalmente: por una parte, explicó, tenemos el estuario del Yuna,
con sus aportes de lodos y su agua dulce; esto favorece en gran parte la
captura de camarones en los fondos fangosos de la desembocadura de dicho río. Lógicamente, añadió,
el desembarco de los mencionados crustáceos se hace principalmente por el puerto de
Sánchez, dada la proximidad de esta población a los manglares y lodos del estuario… Y, así, siguiendo atentamente los comentarios y
explicaciones del capitán de nuestra pequeña “cáscara de nuez”, dicho en plan cariñoso, seguimos
pasando entre los numerosos islotes que por doquier se presentaban.
Aquí podemos
observar cómo el agua amarronada denota bien a las claras que ha habido grandes
lluvias recientemente. Por esta razón, el aporte del Yuna tiñe de marrón las aguas y –eso
es lo más lamentable de todo- arrastra una gran cantidad de materiales que
podríamos denominar “de desecho”
Sin embargo,
y dado que estas fotografías que se adjuntan corresponden a dos días diferentes
de viaje, en esta otra fotografía, podemos observar cómo el agua tiene una
coloración totalmente distinta con ese color entre azul y verdoso; pues, como
ya se ha explicado, en esta ocasión el Yuna no venía crecido y, por lo tanto, los
lodos en suspensión no llegaban hasta tan lejos.
Poco a
poco, de manera casi imperceptible, los islotes iban siendo más numerosos de
tal manera que, llegado un cierto momento, casi podríamos decir que más íbamos
entre canales que entre los desperdigados mogotes que nos habían recibido
momentos antes.
Bien,
continuó su comentario nuestro ya casi familiar capitán… Como decía, además del
ambiente típico de todo estuario, tenemos la valiosa presencia de los manglares
que, con su hábitat característico, sirve de refugio a numerosas especies; pero
no para ahí la cosa –apostilló- también tenemos otros tres ambientes bien diferenciados
en la bahía de Samana; a saber: los pastos marinos, la zona de los arrecifes
coralinos y, por último, la zona de las aguas oceánicas. La verdad es que nos
sentíamos totalmente asombrados de tanta sapiencia; y en éstas estábamos
cuando, después de habernos adentrado por una serie de canales, avistamos una
cueva marina en uno de los islotes. Desde lejos presentaba una buena imagen y,
adivinando nuestro pensamientos, nuestro patrón nos dijo que precisamente nos
dirigíamos hacia allí y que, además, podríamos entrar con nuestro cascarón –dicho
con el mayor de los respetos, de forma coloquial y, por supuesto, como siempre, cariñosa.
Canales entre
los islotes.
Cueva a la que se dirigen números
barcos con sus númerosos turistas. Se da la circunstancia de que sólo pueden entrar embarcaciones pequeñas por lo que las grandes tienen que contentarse con verlo desde fuera. Parece ser que esta cueva es llamada “Cueva de
los Enamorados”; aunque esto no lo tenemos demasiado bien documentado por lo
que no lo podríamos asegurar con certeza.
Bueno, nos dijimos,
allá vamos. Así que desenfundamos nuestras cámaras –que por mejor decir, sería
que las preparamos ya que tiempo ha que estaban fuera de sus estuches- y nos
dispusimos a entrar en tan singular cueva. Se debe hacer notar a este respecto,
que la cueva tiene una inquietante forma de gran boca presta a engullir hacia
sus entrañas a todo aquel que ose traspasar su línea exterior… La cual, no sin
inquietud, rebasamos cumplidamente.
La entrada a esta curiosa cueva
produce una cierta inquietud. No se sabría decir muy bien el porqué, pero lo
cierto es que incluso el agua adquiría tintes “extraños” y pareciera que
fuéramos a ser engullidos para no salir nunca más.
Una vez
en su interior, la temperatura se tornaba algo más fresca y tuvimos que esperar
un poco para que nuestros ojos se acostumbraran a la semioscuridad. Apagamos el
motor y nos dejamos llevar por el paqueño impulso remanente.
Una vez
dentro, con el motor apagado que, la verdad sea dicha, agradecimos enormemente,
el bote se deslizó suavemente evitando los peligrosos fondos que pudieran dar
al traste con nuestra aventura. Así, poco a poco, entre estalactitas plenamente
visibles y estalagmitas sumergidas y amenazantes, nos fuimos alejando de la
entrada para mayor inquietud de los que no estábamos acostumbrados a entrar
allí. Al cabo de un rato ya tuvimos que detener la marcha pues el canal se
hacía muy estrecho y no podríamos avanzar más que echando pie al agua y
continuando andando; cuestión ésta que dejaremos para otro día.
Por ello,
sin mayor tardanza, nuestro guía y gran experto, puso la marcha atrás y
despacio, muy despacio, nos dispusimos a salir nuevamente “a la superficie”
para poner rumbo a otra de las muchas cuevas que hay en esta zona: la cueva de
San Grabriel.
La cueva
es espectacular por su colorido. Sus estalagmitas penden del techo casi
diríamos que de forma amenazadora pues nos da la impresión de que van a
precipitarse sobre nosotros de un momento a otro. Recordemos que “estalagtita”
es la que cuelga del techo y que “estalagmita” es la que “sale” del suelo.
Lugar más alejado al que se
puede llegar con la barca. Más allá se adivinan pasadizos llenos de recovecos y
galerías de misteriosos y sinuosos trazados.
Al salir
volvimos a sentir el potente rugido de nuestro motor y la yola, inclinándose,
levantó la proa y emprendió una rápida marcha hacia nuestros siguientes
descubrimientos que, desde luego, se anunciaban muy interesantes. Mientras,
vimos una curiosa “columna” calcárea, pequeña y relativamente fina, que parecía
sostener la inmensa mole pétrea que la coronaba.
En fin,
nosotros creemos que el entorno nos influía de forma considerable y ya
interpretábamos cualquier detalle que tal vez fuera no muy significativo como
el más fabuloso y enigmático descubrimiento que jamás hubiéramos hecho. Esto,
cuando alguien se sugestiona o se emociona con lo que le rodea, tiende a
ocurrir así. Desde luego, no sabemos si a nosotros nos llego a ocurrir, pero lo
que sí sabemos es que nos sentíamos transportados a otro mundo y a otros parámetros
de difíciles connotaciones.
Es curiosa la percepción
distorsionada de los acontecimientos dependiendo del momento y el lugar. En
este caso, nos pareció mucho más profunda la cueva al entrar que al salir.
Continuamente se nos presentaban los islotes con sus paredes verticales sobre
las verdoso-azuladas aguas de la bahía. Nuestra yola, para llegar lo antes
posible a nuestro siguiente destino, se deslizaba velozmente hendiendo las
mansas aguas con su quilla.
Pareciera que esta “columnita” sostuviera, ella sola, todo el peso de la maciza
roca superior. Tal vez sea una columna calcárea; es decir, una estalactita que
se ha alargado tanto que ha llegado a unirse con la estalagmita (esto y no otra
cosa son las llamadas “columnas” de las cuevas)
Según
avanzábamos, el número de islotes aumentaba y ya no sabríamos decir si íbamos,
veníamos o todo lo contrario; es decir: el efecto laberinto. De vez en cuando
nos encontrábamos con alguna embarcación llena de turistas que, suponíamos, se
dirigirían al mismo sitio que nosotros.
Nos sorprendió ver un islote en la lejanía que parecía
inclinarse hacia delante e, incluso, daba la impresión de querer saltar sobre
todo aquel que se pusiera a su alcance… ¿Nos habría dado mucho el sol en la
cabeza? No creíamos que fuera el caso, porque llevábamos un buen sombrero de
paja… Aunque nunca se sabe.
Seguimos
por entre los “canales” pues ya no podríamos hablar de islotes aislado. La
verdad es que si no fuera por la verticalidad de sus costados, sería tentadora
la posibilidad de subir un rato a alguno de ellos y ver desde otra perspectiva
tan magnífico lugar.
La punta rocosa del islote de la derecha parece
estar al acecho del pobre y descuidado catamarán que se le acerca por su diestra.
Casi no nos extrañaría que, de repente, saltara sobre él y lo engullera como si
tal cosa.
Los
islotes con sus acantilados y su ubérrima vegetación, las pequeñas
embarcaciones como puntitos blancos apenas perceptibles en muchas ocasiones, la
mar en una absoluta calma sólo rota por el surco de las embarcaciones… Y el
cielo, con sus algodonosas nubes, como marco incomparable de todo el conjunto…
Simplemente, sin palabras.
Estábamos pensando en estas filosóficas cuestiones cuando nos volvió a
la realidad la voz de nuestro patrón. Nos dijo que antes de llegar a la cueva
de San Gabriel –la mayor que veríamos hoy- pasaríamos al lado del “Cayo de los
Pájaros” (¡y dale con lo del cayo!) que no es otra cosa que un islote de
elevado tamaño en lo alto del cual siempre hay muchísimas aves y que ya nos
explicaría sobre ello cuando llegáramos. Por supuesto, nosotros no tuvimos
ninguna duda de que nos obsequiaría con toda una serie de datos que nos
ilustrarían como la mejor de las enciclopedias.
En lugar
de explicar esta fotografía, entendemos que es mejor que el curioso internauta
se deje llevar por las impresiones que le produzca.
Se dice que el mar está en “calma
chicha” cuando el aire está en completa quietud. Si no fuera por el motor de la
yola, correspondería acomodarnos, dar un respiro y disfrutar tranquilamente del
paisaje y del sosiego del momento… Sosiego absolutamente imposible de tener en
el catamarán que vemos en esta fotografía, lleno a rebosar de turistas de todo
pelaje. A lo que se ve, uno de ellos, posiblemente desquiciado de los nervios,
ha decidido salir y subirse a la estructura de la proa. Esperemos que su
desesperación no le lleve a tirarse al agua (es "relajo")
Seguimos
nuestro rumbo y ya nos empezamos a acercar a la “famosa” isla de los pájaros.
Fue entonces cuando la docta voz de nuestro guía y patrón, nos dio un auténtico
baño de conocimientos… Esa roca que ven ahí, nos dijo, es la que llamamos “Cayo
de los Pájaros". En él anidan y se posan los pelícanos, la sobrevuelan
numerosísimas tijeretas, los buitres o maura, gavilanes y las gaviotas reales, por supuesto. La verdad es que, ya
acostumbrados a recibir toda una lluvia de información, nos supo a poco lo que
nos había explicado en aquel momento y llegamos a sospechar que, incluso,
sabía perfectamente los nombres en latín de cada una de las especies, pero que,
tal vez, no quisiera apabullarnos.
La isla de los pájaros cae a
pico sobre el mar. En su cresta, con una muy densa vegetación pudimos ver
numerosas aves sobrevolándola. Al parecer, el parque cuenta con bastantes más de cien
especies de aves.
Desde luego, el pelícano no
podía faltar en este llamado “Cayo de los pájaros”, pues podríamos afirmar que
lo ha tomado como si fuera su casa.
Y ya,
sin mayor tardanza, después de haber recorrido toda esta zona de un sinnúmero
de islotes, nos dirigimos directamente a la cueva de San Gabriel. Mas, antes de
llegar a tan magnífico e imponente lugar –como ahora veremos- pudimos todavía
deleitarnos con otros canales flanqueados de altas paredes y, ya en la costa, con
la visión de escondidas playitas custodiadas por altivas palmeras siempre
vigilantes. Por cierto, creo que fue el ayudante quien nos informó de ello, por
aquí cerca –nos comentó- está la famosa “playa de los famosos”; “ésa que salió
por la tele”, nos afirmó con orgullo y rotundidad. Bueno, pensamos, esperemos que no nos vayan a
estropear ahora todo esto con mil programas de semejante corte…
Hay algunos momentos que, si no
fuera por el calor reinante, casi diríamos que nos pudiéramos encontrar en
Noruega; pues, a veces, no parece que estemos entre islas sino que
más bien pareciera que nos encontráramos en estrechos canales en los cuales fuéramos
a divisar, cuando menos lo esperáramos, níveos paisajes… Pero todo son
ilusiones de los sentidos… Además, aquí no tienen nada que envidiar a los no
menos famosos fiordos.
Pequeñas y diminutas playitas
semiescondidas se aparecen fugazmente. El paisaje costero, en esos cortos
instantes, presenta una belleza de una serena tranquilidad.
Llegamos al poco al embarcadero de la cueva objeto de nuestro destino inmediato. Por supuesto, ésta es una de las
paradas obligatorias para todas las agencias de viajes y, por ello, la gruta
suele estar con una considerable afluencia de público. Tuvimos que esperar un
poco para poder desembarcar pues casi había que hacer cola (o hacer fila) para
llegar a la pasarela de madera. Un policía –o un militar, que nunca los
diferencio- es el encargado de cobrar la entrada que, además, sirve para las
demás cuevas y lugares “de pago” que visitaremos. Conviene llevar dinero suelto
porque las vueltas suelen escasear. Esta caverna, además de su
espectacularidad, tiene también una gran importancia por sus petroglifos, como
tendremos ocasión de ver cumplidamente en lo que sigue.
Yolas aguardando a sus clientes a la entrada de la cueva de San Gabriel. Al
fondo, los islotes protegen esta área de los fuertes oleajes.
El embarcadero
suele estar siempre con unas cuantas barcas y barcazas en su costado. A veces
es un poco dificultoso el desembarco y hay que esperar a que se despeje.
Debemos saber que la cueva de
San Gabriel es la mayor de esta zona. Tiene un recorrido de casi 170 metros de
longitud teniendo enormes salas en las que se han localizado abundantes restos
arqueológicos.
Bullicio por aquí, bullicio por allá… Los del grupo organizado hacían
una piña alrededor de su guía el cual, en voz muy alta, iba relatando los
pormenores más importantes que pudieran interesar a los allí presentes. ¡A ver!,
¿están todos? ¡Vamos a comenzar! Se hizo un silencio momentáneo y en ese
ambiente, en medio de un círculo formado por “personas humanas” como dicen
algunos modernos – ¡como si existieran personas que no fueran humanas!- comenzó su explicación…
-“Deben saber que esta caverna o cueva fue utilizada
por los antiguos indios Tahínos que eran los pobladores de esta isla en la
época precolombina. En lugares como éste celebraban sus rituales mágicos y
religiosos. También era utilizado a manera de enorme lienzo o bloque de piedras
pues realizaban pinturas y relieves. Así, por ejemplo, en esta caverna se
pueden observar unos veinte petroglifos y alrededor de diecinueve pinturas”…
Las estalactitas –que ya sabemos que son las que
cuelgan del techo- abundan en esta gruta de grandes proporciones. Tendremos la
impresión de estar en un gigantesco palacio de corte gótico como si de un
enorme edificio diseñado por Gaudí se tratara.
Además de la sala principal y de las secundarias
de gran envergadura, existen numerosos “pasadizos” que podríamos explorar; pero
eso sería tal vez posible si lleváramos el material adecuado y la experiencia
necesaria.
Alguien
de los presentes en el enorme anillo humano, empezó a toser estrepitosamente.
El guía, por respeto y porque si no fuera así no hubieran escuchado ni oído
nada, guardo un momentáneo silencio. Las toses cesaron y en ese momento alguien
aprovechó la ocasión para preguntar que qué era un petro… un petrogrifo. Bueno,
el guía, con suma amabilidad, indicó que se llamaban petroglifos y que
consistían en diseños simbólicos realizados en la roca desbastando la capa
superficial. En fin, hecha la aclaración, el guía continuó diciendo…
-“Pues como decía, hay bastantes dibujos, llamados en
este caso pictografías, y bastantes petroglifos. Todos los petroglifos están
localizados en tres zonas bien diferenciadas: en la entrada principal de la
cueva; en el interior, frente a la entrada secundaria situados en el suelo y el
tercer emplazamiento, por decirlo así sería el que correspondiera a los que
están en la entrada pequeña frente al mar, en espeleotemas a la intemperie. Diré,
para los que sientan curiosidad por ello, que los espeleotemas son formaciones
de material secundario acaecidas después de la génesis de una cueva”.
Los colores se suceden ante nuestro asombro; como
los amarillos, azulados, tornasolados,
ocres, rojizos…
El grupo se mantenía atento a las explicaciones
de su guía mientras nosotros, cerca, escuchábamos “gratis”.
El guía
del grupo hizo un pequeño alto en su explicación y bebiendo un largo sorbo de
agua de una botellita que llevaba, prosiguió…
-“Bien, pues antes de pasar al fondo para que veamos
más aspectos interesantes de este lugar, quiero completar esta información
diciéndoles que, en cuanto a los pictogramas, éstos se encuentran distribuidos
en dos zonas fundamentalmente: en la entrada de la puerta secundaria y en el
interior, frente a la tercera entrada que da acceso a la dolina. Seguramente
les llamará la atención la gran expresividad de estos dibujos”. ¡Síganme!” –Sentenció-
La
verdad es que nos sentimos un poco avergonzados por los comentarios sin maldad
que habíamos hecho poco antes sobre los grupos organizados; aunque, en el fondo,
teníamos el pleno convencimiento de que nuestro capitán sabía eso y mucho más.
…Y ya
por nuestra cuenta, sin estar de “gorrones” –o sea, de invitados en donde nadie
nos había invitado- proseguimos solos la exploración de tan interesante cueva.
Preciosa e impactante vista de uno de los
accesos. Las luces, las sombras, los colores, los tonos…
Extraordinario petroglifo perfectamente
conservado. La cara, con gran detalle y excelente terminación nos dejará, sin
duda, sorprendidos. Es de observar que esta misma piedra tiene en su parte
derecha más dibujos tallados aunque no de la calidad y expresividad del que
estamos viendo.
Al rato, tras andar de acá para allá,
de hacer las fotografías pertinentes y de preguntar alguna que otra cosilla que
satisficiera nuestra siempre acuciante curiosidad, dimos por terminada nuestra
visita a la cueva de San Gabriel para navegar con rumbo a nuestra próxima cita:
la cueva de La Línea que, además, presentaba el aliciente de tener que pasar
por un manglar antes de llegar a ella lo cual siempre es algo espectacular por
lo llamativo de las formas entrelazadas y caprichosas de su sistema radicular.
La salida se realiza por un angosto
camino que nos dirige, sin mayor preámbulo, en dirección al embarcadero. Antes,
un pináculo de considerables dimensiones nos da la despedida hasta que volvamos
en una próxima ocasión que, sin duda, no habrá de ser lejana.
Las
estalactitas y sus correspondientes estalagmitas nos acompañan hasta la salida
con sus caprichosas y fantasiosas formas.
Para
que hasta el último momento estemos haciéndonos fotos y admirando sus
formaciones, la cueva de San Gabriel nos regala, justamente en la salida, esta estalagmita de una bellísima presencia.
Afuera, en una zona al resguardo gracias a
los numerosos islotes que lo flanquean, esperan pacientemente las embarcaciones
que habrán de dirigir sus proas, sin mayor tardanza, hacia lo más profundo de
la bahía que vemos todavía algo lejana y que recibe el nombre de San Lorenzo. Navegaremos hacia zonas dominadas por los manglares; hacia
terrenos que guardan en sus entrañas nuevas y sorprendentes cuevas que
impresionarán fuertemente nuestra sensibilidad.
De esta
manera, nos vamos acercando a la zona de la citada bahía; la cual se
presenta con aguas más abiertas, mas despejadas que lo que hemos atravesado
hasta ahora. Los islotes son menos numerosos y ya no distinguimos el horizonte
tan lejano pues pronto divisaremos tierra cercana a derecha e izquierda: serán los
límites de esta casi laguna litoral en formación. Después descubriremos los límites de la ensenada de Caño Hondo
no sin antes pasar por el llamado “Cayo Willi” –uno de los ya menos abundantes
de esta parte del parque y no sin antes haber pasado al lado de una espléndida
hendidura longitudinal del llamado cayo –cuyo origen ya se explicó con anterioridad- que presenta otra “presunta
columna” que parece sostener y evitar que caiga toda la inmensa mole que tiene
encima de sí.
El
agua comienza a ser más libre y deja más espacio al horizonte. La bahía de San
Lorenzo se va perfilando.
No
dejan de admirarnos las grandes paredes verticales horadadas por el nivel de
las aguas en otros tiempos y cómo, por la naturaleza calcárea de las rocas, se
forman caprichosas siluetas.
Como
esta impresionante columna que rivaliza en tonos con los ocres, negros, grises,
plateados… Si observamos detenidamente, veremos otra columna más gruesa un poco
más al fondo y casi pegada a la pared.
…Y ¡ahí están! ¡Los manglares hacen
acto de presencia! Ni que decir tiene que aquellos que nunca hayan visto estas
masas arbóreas en plena costa, con ese aspecto tan singular de querer aferrarse
a una superficie imposible, quedarán fuertemente impresionados ante lo poco
común de su estampa.
En eso estábamos, enfundados en
nuestros más profundos pensamientos, cuando nuestro patrón, que ya hacía tiempo
que no comentaba nada -posiblemente para dejarnos descansar un poco de sus
lecciones magistrales- paró la yola y cambió el tubito que recogía la gasolina
de uno de los varios bidones que llevaba para, a continuación, arrancar y
proseguir la marcha. Fue entonces cuando nos empezó a dar un baño de sapiencia
que hizo nuestras delicias.
---¿Sabían
ustedes que las plantas cuidan de sus hijitos hasta que son mayores? –Nosotros,
la verdad sea dicha, nos quedamos estupefactos-.
---Si, así
es. Resulta que el fruto no se desprende del árbol como en las demás especies
para enraizar en el suelo. No. Aquí sería absurdo porque el suelo es agua. No;
lo que ocurre es que la planta germina dentro del fruto. Eso es lo diferencial
y luego, cuando la plantita empieza a crecer permanece varias semanas sostenida
en el árbol madre nutriéndose de él hasta su total independencia.
¡Caramba!
No nos quedamos con la boca abierta porque sería muy poco digno, pero no
podemos negar que nos produjo una gran sorpresa. Sin embargo, no paró ahí la
cosa…
En seguida
nos llamará la atención el impresionante sistema radicular aéreo de estos
árboles.
Que,
cuando ya estamos más cerca, apreciaremos con detalle.
---Pues
miren ustedes -continuó sin apenas darnos tiempo a reponernos- como pueden
suponer el agua de mar, totalmente salada, habría de dañar sus tejidos –nosotros
ya asentíamos de forma mecánica- Pues resulta que este árbol tiene unas
glándulas que continuamente segrega el exceso tóxico de sal; e, incluso, son
acumuladas en las hojas para que cuando lleguen a un grado de toxicidad peligroso
se desprendan de la rama y el organismo del árbol no sufra.
Ah –dijimos-.
Pues sí que es interesante este árbol.
---Debemos
cuidar con mimo –prosiguió-, con todas nuestras fuerzas, todo el ecosistema de
los manglares porque, según mis datos (de los cuales ya no dudábamos en ningún
momento) aquí, en lo que podríamos llamar la “laguna costera de San Lorenzo” y
en la bahía de Samaná, el sistema manglar transfiere al medio circundante el
cincuenta por ciento de su producción. Imagínense ustedes la importancia que
tiene para toda esta zona…
En esto estábamos cuando le
interrumpimos un momento mediante un sutil gesto de la mano y nos dedicamos en
cuerpo y alma a sacar las correspondientes fotografías, no fuera el caso de que
aprendiéramos mucho pero, al final, no obtuviéramos ningún soporte gráfico.
Podremos ver grandes extensiones de raíces que impiden totalmente que podamos
siquiera intuir en dónde termina el agua y en dónde comienza la tierra, el
limo, el fango o lo que sea.
Todo
este cúmulo laberíntico de raíces, en la bajamar, pone al descubierto grandes
colonias de moluscos fuertemente adheridos; pues no hemos de olvidar que este
sistema radicular sumergido ofrece protección, cobijo a muchas otras especies como
puedan ser las esponjas, diferentes especímenes de anélidos, peces y un largo
etcétera.
Nos deslizábamos suavemente (aunque
siempre con el dichoso sonido del motor) por una especie de gran río sin
orillas; y decimos sin orillas porque, en verdad, no se veía la orilla por
ninguna parte. Lo cierto es que nos daban auténticos escalofríos pensar que
pudiera hundirse la barca por alguna razón y tuviéramos que atravesar aquel
bosque de raíces “en estado caótico”. Consideramos que tal empresa llegaría a ser
simplemente imposible.
Nosotros sabíamos que la presencia de
los manglares de esta parte del país se extiende desde la desembocadura del
poderoso Yuna hasta, más o menos, la zona de Caño Hondo así como en aquellos
lugares donde el sustrato rocoso deja espacios libres para el depósito de
sedimentos. Por supuesto, también éramos conocedores de que estos peculiares
árboles ocupan la zona de transición entre la tierra firme y las aguas marinas;
pero, desde luego, no teníamos ni idea de esos detalles tan sumamente
interesantes que nos habían contado.
En la
bajamar se pueden apreciar los crustáceos “agarrados” fuertemente a las raíces.
Luego, lógicamente, quedarán cubiertos en la pleamar.
Impresiona ver de cerca la inmensa maraña que constituye la nota característica
de este particularísimo ecosistema.
Y así, entre comentarios, preguntas, contestaciones y algún que otro chascarrillo o relajo, avistamos casi al mismo
tiempo el muelle en el que teníamos que atracar. Como siempre, tuvimos que
esperar un poco pues había un enorme barco –al menos, así nos pareció-
maniobrando y no era cosa de arrimarse mucho a él. Al fin, tras unos minutos
pusimos el pie en el muelle. Enseñamos nuestro boleto y tras los trámites de
rigor pudimos acceder a la zona de una cueva que prometía ser muy interesante
por lo poco que habíamos leído de ella.
Pero antes de relatar lo que esta
importante cueva ofrece al curioso visitante, vamos a echar para atrás en el
tiempo y nos vamos a situar exactamente en aquel nefasto día en el cual llegamos
a temer que nos ahogáramos en cualquier momento… Veamos qué fue lo que pasó…
Porque cuando las cosas empiezan mal… suelen acabar peor.
La
cueva de La Línea o del Ferrocarril, también recibe el nombre de “cueva del
Templo” por la gran cantidad de pictogramas y petroglifos que nos encontramos
en su interior.
Será
curioso saber que las pictografías se hacían utilizando como colorantes el jugo
de jagua (fruto semejante a la pera), la bija, tintes extraídos de la corteza
de los mangles así como carbón vegetal mezclado con agua, hollín, barro y
caolín además de grasa de manatí y excrementos de murciélagos. Curioso, sin
duda.
… "Pero... Pero en dónde están"
–preguntábamos invadidos por una gran curiosidad no exenta de inquietud- El
guía que nos había tocado en suerte -alto, fuerte, frente despejada-, dijo con
voz sentenciosa: “por ahí, por ahí”… ¡Ah, ya! –exclamamos al unísono-… Y “por
ahí”, ¿por dónde es? –volvimos a preguntar aun a riesgo de ser reiterativos e incluso pecar de pesados-… “¡Pues
bueno, ahí está el cartel que lo dice
claramente!” –contestó como si fuéramos poco menos que unos memos- ¿Claramente?
–nos preguntamos a nosotros mismos-. En fin, como no era cuestión de establecer
disquisiciones filosóficas en aquellos momentos, optamos por acercar la cara
todo lo que pudiéramos a ese cartel que se veía “tan claramente” y a punto
estuvimos de dar con nuestras narices en la tablita indicativa. Esforzando
mucho la vista, pudimos leer: Cueva de La Línea, Los Tiburones.
Las
características más notorias de estas pinturas son: su carácter plano, colores
monocromáticos en gris oscuro, negros o azulados grisáceos; diseños normalmente de
reducidas dimensiones, figuras pintadas con pincel en su mayor parte, así como
agrupaciones en paneles y escenas formadas por varios motivos que interactúan
entre sí…
Además de
lo anteriormente expuesto, llama la atención que también aprovecharan la
rugosidad o relieve de las paredes para seleccionar los emplazamientos más
apropiados para que resaltaran los diseños. En
cuanto a la representación de numerosos peces, destacan por su
perfección los tiburones (ver en esta fotografía)
El cielo, en el exterior, seguía
encapotado. Los gruesos nubarrones ya anunciaban lo que se iba a desatar
momentos después y, tal vez fuera por eso, dentro de la cueva reinaba una
oscuridad muy especial; una oscuridad que no nos permitía ver prácticamente
nada a nuestro alrededor pues, en más de una ocasión, también estuvimos a punto
de abrazar apasionadamente los petroglifos de suelo tales eran los tropezones que dábamos a
diestra, siniestra y frente. Traspiés hubo, y muchos. Incluso, recorrimos
tramos en los cuales, si de pronto se hubieran encendido unas inexistentes
luces que nos enfocaran, nos hubiéramos encontrado en unas muy ridículas
posturas; posturas más propias de un desfile militar de esos que levantan
tantísimo las piernas en cada paso marcial, que de unas personas curiosas que
lo único que deseaban era contemplar pinturas y “bajorrelieves” de hacía muchos,
pero muchos cientos de años atrás. Tan sólo eso.
En efecto, para evitar tropezar en
las numerosas irregularidades del terreno, levantábamos las rodillas de forma
exagerada de tal manera que no existiera riesgo de perder el equilibrio. Era,
francamente, casi circense.
En
cuanto a este panel, a decir verdad no nos daba mucha impresión de antigüedad…
No sé, tal vez se deba a nuestra falta de un profundo conocimiento de las
técnicas pictóricas de la época; pero, no obstante…
Panel
del Chamán… Debemos saber –si es que no lo supiéramos ya- que un chamán es un
hechicero al que se supone dotado de poderes sobrenaturales para sanar a los
enfermos, adivinar, invocar a los espíritus… Ciertamente, su figura -a la derecha- impresiona.
Nosotros,
una vez más y en un alarde de infinito optimismo, volvimos a preguntar a
nuestro guía que si había buscado bien en la yola, no fuera a ser que
milagrosamente apareciera alguna linterna en algún lugar del cual él no
recordara… ¡Ah! ¡Vana esperanza! El guía nos repetía continuamente que lo
sentía mucho, que él creía que las baterías estaban bien, pero que “algo había
pasado” y estaban descargadas; que si se le había dañado y que alguien le había
botado otra muy buena que tenía y…
¡Bueno!, volvimos a suspirar y, dando
el caso por perdido, nos empleamos a fondo en intentar localizar cartelitos que
nos dieran la pista de por dónde diantres pudieran estar las famosas pinturas
que tanto nos habían llamado la atención al descubrirlas por Internet en las
correspondientes páginas. Así, casi palpando más que otra cosa, nuestro “modus
operandi” se limitaba a buscar algún panel indicativo (que, para colmo, solían
estar detrás de una barandilla de madera –con lo cual se veían peor-) y cuando
conseguíamos localizar el cartelito en cuestión, dirigíamos nuestra cámara
fotográfica a esa zona de la pared –de la cual no veíamos absolutamente nada- y
disparábamos el flash casi al azar, con la vaga esperanza de haber “capturado” alguna pieza
de valor.
Era algo parecido a una cacería a ciegas.
Algo
asombrosamente ridículo de todo punto… porque, has de saber, curioso
internauta, que esta cueva no tiene iluminación ninguna –bueno, igual que las
demás-; pero con el agravante de que las entradas de luz del exterior no son
tan notorias como en las otras cavernas. Esto quiere decir, evidentemente, que
es más que conveniente llevar una linterna para evitar una situación tan
esperpéntica como la descrita. Es obvio que nuestro guía debería haber llevado
no una, sino varias linternas para poder ver un poco “decentemente” toda la
riqueza pictórica que allí estaba “celosamente escondida”. También es de suponer que el turista o
explorador de nuestros ancestros no sepa exactamente las características del
lugar y que por ello no vaya convenientemente preparado. Eso es lo más lógico
del mundo. Por supuesto, nos parece bien que no haya iluminación para preservar
mejor la riqueza cromática, pero de eso a que entremos a tientas y tropezando
por doquier, creemos que hay una pequeña diferencia.
Aquí,
ya con nuestros potentes focos, alumbrábamos los numerosos dibujos que iban
apareciendo, uno tras otro, en nuestra búsqueda con el haz de luz. En esta
figura antropomorfa, distinguimos perfectamente que el representado lleva en su
mano izquierda algún instrumento o utensilio de medianas proporciones.
Moraleja:
quien desee ir a la cueva de La Línea (también llamada del Ferrocarril) que
vaya con una linterna; porque en caso contrario no le rendimos las ganancias.
…Y,
encima, luego tuvimos, al volver, el “numerito” –ya relatado al principio de este
reportaje- de la yola a toda velocidad en medio de un mar tempestuoso o, al
menos, esa era la impresión que nos daba. ¡Señor, qué tarde la de aquél día!
Bueno,
pero volvamos al presente. Nos habíamos quedado en la entrada de la cueva con
nuestro docto patrón de hoy (que, por cierto, él sí llevaba varias linternas) y
con los protagonistas de este relato portando unos enormes focos en las manos y
dispuestos a no perder ni un solo detalle del lugar, pues quedaron plenamente
escarmentados de la excursión anterior.
Y ahí
estamos: en la entrada de la cueva que, la verdad sea dicha, nos impresiona. En
ella, entre otros recovecos, hay una gran sala en donde se pueden contemplar
unas interesantísimas pinturas (recordemos que los llamamos “pictogramas”)
hechas con grasas animales y que representan todo un mundo de mágica
connotación que mezcla lo religioso con atávicas supersticiones. La fuerza
expresiva de estos dibujos es notoria y presentan en muchos casos posturas
imposibles que realzan esa expresividad que parece mentira que pueda darse en
unas líneas que pudiéramos considerar, aparentemente, “tan sencillas”. Pero
dejémonos de comentarios generales y vayamos a ver los pictogramas con mayor
detalle.
Acompáñenos,
pues, a contemplar la huella de los antiguos habitantes de esta hermosa isla,
impregnada en pétreos lienzos para nuestro asombro y admiración.
Bien, en
primer lugar vamos a comentar alguna de las poquísimas imágenes que “capturamos
a ciegas” la semana anterior y después, a la luz de los potentes focos que
habíamos adquirido, detallaremos las magníficas representaciones de todo un
apasionante mundo que se nos muestra en su máximo esplendor y que, esta vez sí,
pudimos fotografiar adecuadamente para ilustración y enriquecimiento de este
blog.
La
verdad es que, llevando linternas, no se echa de menos la iluminación general
ya que la linterna, al alumbrar solamente el objeto de nuestra atención, lo individualiza
y le confiere una especie de aura que casi los hace cobrar vida.
Figura
antropomorfa entre representaciones animales cuya escena queda perfectamente
enmarcada por el haz de luz de nuestra poderosa linterna.
Aquí
tenemos, con buen detalle, varias aves acuáticas que probablemente se refieran
al cra-cra; la cual no es otra que una pequeña garza frecuente en estas zonas y
que se caracteriza por sus hábitos nocturnos. Son de significar los círculos (se
ve uno y del otro apenas algunos rayos -a la derecha del todo-) que en este caso se asocian con la
figura de la luna, al tener trece rayos cada uno de esos círculos (por lo visto…
eso dicen).
Con
respecto a esta fotografía podemos ver más de cerca al ya mencionado chamán o
shamán –sâmán- que de las dos formas pueden ser vistas por nuestros seguidores.
Completaremos sus funciones diciendo que tomaban sustancias alucinógenas para
predecir el futuro y para contactar con las divinidades o cemíes. Todo ello en
una ceremonia que recibía el nombre de “cohoba”.
Como parece lógico pensar, el hecho de estar
en el interior de estas cuevas puede conllevar (como ha sido el caso) que el
visitante quiera posteriormente ampliar su información al respecto. Así, en
este sentido, no podemos sustraernos a la tentación de reflejar una pequeña
parte de un interesantísimo estudio que D. Adolfo López Belando ha realizado y
viene realizando en este parque y que apareció con el título de “El arte
rupestre en el parque nacional los Haitises”. De él entresacamos lo siguiente:
“Las
pictografías de todas las cuevas pueden adscribirse dentro de la escuela de
pinturas estilizadas (…). Podemos decir que en lo referente a la pintura se
trata de un conjunto de arte rupestre uniforme. Las pinturas se caracterizan
por el hieratismo que presentan, en muchas ocasiones calificable casi como
faraónico, que sorprende por su belleza. La precisión de los trazos con que los
artistas rupestres definían los animales y objetos que plasmaban en la roca,
denotan un dominio técnico de la pintura que solamente sociedades dotadas de
elevados niveles de sensibilidad podrían realizar. Los pintores demuestran la
precisión icnográfica marcando con sutiles líneas los perfiles de los diseños,
logrando de esta manera la creación de motivos naturalistas marcados por un
realismo congelado. La fuerza telúrica de las paredes de la cueva asimila las
pinturas generando la sensación de que éstas forman parte indisoluble de su
misma superficie.”
Podemos apreciar, con toda claridad y con un gran
realismo, la representación de cómo dos garzas reales están enfrentadas por la
captura de un pez.
En este otro pictograma, vemos a un ave que parece que
tuviera enfrente alguna otra figura pero que ésta haya ido desapareciendo hasta
casi no quedar rastro.
Sigue relatando
D. Adolfo López Belando: “El arte rupestre del Parque Nacional Los
Haitises es de una riqueza y variedad sorprendente. Es evidente que sus
artífices fueron pueblos que dominaban el mar y las técnicas de navegación. La
bahía de San Lorenzo les permitía desplazarse en un lugar de aguas tranquilas,
al refugio de las olas del mar abierto. Igualmente los extensos manglares les
proveían de alimento en grandes cantidades y las cuevas de refugio contra los
elementos y de espacios rituales donde celebrar sus ceremonias ancestrales. El
estatus de área protegida de toda la zona ha permitido la supervivencia de un
paisaje cultural prehispánico de inigualable belleza e interés histórico y
arqueológico. Por primera vez se exponen con cierto detalle las riquezas
rupestres de Los Haitises, lo cual esperamos que aportará un importante apoyo a
la promoción y la conservación de los recursos culturales de este enclave
protegido.”
Ciertamente, debemos felicitarnos por esta conservación y, al mismo tiempo, expresar nuestra esperanza de que la masificación turística no interfiera en su adecuado mantenimiento; y, como colofón, podríamos añadir: “que así sea”.
Ciertamente, debemos felicitarnos por esta conservación y, al mismo tiempo, expresar nuestra esperanza de que la masificación turística no interfiera en su adecuado mantenimiento; y, como colofón, podríamos añadir: “que así sea”.
Pues el caso era que ya estábamos
terminando nuestra visita y en verdad no podíamos quejarnos de los beneficios
obtenidos en esta ocasión. ¡Qué diferencia con la vez anterior! Pero bueno, no
recordemos viejas inconveniencias y centrémonos en los últimos detalles de la cueva
de la Línea también denominada del Ferrocarril y también llamada “del Templo”.
No pudimos por menos que
sorprendernos ante la presencia de este bellísimo hueco en el techo o, por
mejor decir, pared. El verde intenso del exterior contrastaba con el gris
ceniciento del interior de la cueva. La diferencia cromática creaba una gama de
tonalidades y de impresiones ciertamente impactantes.
Tan
impactantes que nos animamos a realizar otra toma de tan singular escenario. El
resultado cromático y visual no puede ser más subyugante. Observemos la roca,
con sus diferentes tonalidades entre grisáceos plomizos y negruzcos azabaches,
contrastando violentamente pero de forma complementaria, con los verdes
intensos del exterior. También, como queriendo armonizar ambos escenarios,
algunas raíces (al menos, eso nos pareció) se deslizan tímidamente para, de
paso, curiosear en tan fascinante mundo subterráneo.
Quien
haya estado alguna vez en una cueva –tenga estalactitas o no- siempre,
absolutamente siempre, el guía dice en algún momento: “pues esas rocas que ven
ustedes a su derecha las llamamos –por poner un ejemplo- el oso. ¿No ven
ustedes un oso?” Todos miran y miran y vuelven a mirar. Unos, más o menos en
seguida, afirman con rotundidad que ven perfectamente el dichoso oso… Otros
miran y miran y vuelven a mirar y no ven el oso por ninguna parte; ponen cara
de póker y no dicen ni una cosa ni la contraria. Por supuesto, en el caso de
que la cueva sea de las características como la que estamos tratando, es
totalmente imposible que ningún guía se resista a comentar sobre los parecidos –siempre
muy numerosos- de las formaciones calcáreas… Que si el oso, que si el dragón,
que si el cocodrilo… Y mil imaginarias formas más. Por supuesto, todos los
allí presentes se querrán hacer una foto con tan “evidentes” representaciones.
Ah, antes de que se nos olvide… El autor de este blog
quisiera hacer una recomendación muy especial a todos aquellos que visiten
alguna caverna; y, sobre todo, una caverna o cueva de estas características:
con formación de estalactitas y estalagmitas… Pues ha de saber nuestro siempre
curioso y ávido de conocimientos internauta, que una estalactita tarda
aproximadamente, como término medio, pues varía ampliamente según las
condiciones de humedad, temperatura… entre 100 años y 1.000 años en crecer un
centímetro… Ah, perdón, que en la República Dominicana es más común hablar de pies
y de pulgadas… Bien, pues en este caso, decir que una estalactita tarda entre
100 años y 1,000 años en crecer 0.39 pulgadas (tengamos en cuenta que en la
República Dominicana los miles se separan con coma, no con punto. Así, mil se
representa como 1,000 en la Rep. Dom. y como 1.000 en Europa y otros muchos
países)
Queremos decir con lo que acabamos de expresar que
NUNCA debemos tocar una estalactita con las manos pues la grasilla que
tenemos en los dedos (aunque nos hayamos lavado las manos recientemente) deja
un poso invisible que rompe por completo el delicado proceso químico de
formación y esa estalactita queda por mucho tiempo detenida en su crecimiento;
queda, en definitiva, muerta. Esto deberíamos saberlo y actuar
consecuentemente.
Dejamos a la responsabilidad de cada uno su aplicación
práctica.
Siempre son divertidas las fotografías con esas
formas pétreas que semejen animales fabulosos o cualesquiera otras formas
simbólicas de simpático contenido. En esta toma, se aprecia claramente la
semejanza de la roca con una cabeza animal cuya mandíbula abierta amenaza con engullir
sin piedad al descuidado visitante e intruso en sus dominios.
En todo momento debemos ser respetuosos con el lugar en el
que nos encontremos; pero ese respeto debe ser, incluso, mayor cuando estemos
en una cueva de estas características por el frágil equilibrio que sostiene su
crecimiento y desarrollo.
Pero volvamos a nuestra cueva y a esos osos, cocodrilos,
dragones y muchas otras figuras de inquietante aspecto… o no, que todo depende
de cada cual. Decíamos que debemos hacernos las fotografías responsablemente
pues el autor ha visto –en Europa- ¡cómo unos turistas se subían a una
estalagmita y se abrazaban a la estalactita para hacerse una foto! Esto sólo
demuestra la ignorancia y la barbarie de unas personas que nunca deberían
autodenominarse “civilizadas” y ni siquiera medianamente cultas.
Mas dejémonos de tanta digresión y volvamos al momento
en el cual ya casi abandonábamos esta interesantísima “cueva de la Línea”
aunque aún tuvimos que esperar un poco pues varios de los grupos que allí se
encontraban, viendo que ya habíamos terminado nuestro recorrido, nos pidieron
prestadas las linternas y eso demoró algo nuestra salida. Bien, una vez ya
devueltas, leímos una vez más los paneles indicativos que hay en la entrada de
esta cueva y nos dirigimos a nuestra yola para proseguir este apasionante viaje
al pasado.
Bella vista de la entrada de la cueva. Al fondo se
aprecia cómo los visitantes están consultando unos paneles informativos.
Los paneles informativos de la entrada nos hablan
de las características de algunas pictografías y de las curiosidades y
peculiaridades de esta cueva.
Al salir, tuvimos que aguardar otra vez a que el enorme
barco allí presente se apartara algo porque, la verdad sea dicha, ocupaba
casi todo el fondeadero.
Mientras se realizaban estas maniobras y observando
nuestro “capi” (así le llamábamos cariñosamente) que estábamos contemplando muy
atentamente un gran mangle que teníamos delante, nos comentó -sin que nosotros
hubiéramos abierto la boca para preguntar- que esos mangles y concretamente los
mangles rojos, tienen una excelente salud pues ellos mismos se fabrican las
medicinas para su cura. Nosotros, la verdad por delante, ya no dudábamos de
nada de lo que nuestro patrón nos dijera pues era tanta la convicción con la
que hablaba que aunque nos hubiera asegurado la mayor barbaridad del mundo, la
habríamos tomado por absolutamente cierta. En fin, seguimos escuchando con la
máxima atención… “Pues sí, les digo que
fabrican sus propias medicinas porque les es muy necesario. Fíjense –prosiguió-
como la madera de las raíces está permanentemente en contacto con el agua y esa
agua es muy agresiva por su salinidad y otros factores dignos de tener en
cuenta, necesita producir alguna sustancia que minimice ese impacto. Esa
sustancia no es otra que el tanino y de
ahí le viene el nombre de “mangle rojo” ya que el tanino da una
coloración rojiza a la madera. Y digo –añadió- que, además, protege al árbol de
las infecciones pues el tanino es un bactericida natural que”… Iba a seguir
disertando con su ya reconocida elocuencia cuando se oyó un largo, profundo y
agudo silbido al que continuó una potente voz que gritaba… “¡Ehh, comandante,
ya puedes salir!”
Vista, tomada desde la espesura, del fondeadero de la cueva de la Línea.
Aquí se puede observar perfectamente cómo el
mangle desarrolla su sistema radicular para obtener un apoyo más eficaz en el
fangoso terreno sobre el que se asienta.
Una vez conseguido ese mínimo espacio que esperábamos,
nuestro capitán –hombre avezado en estas lides- enfiló la proa rumbo a la bahía
a través del canal en el que nos encontrábamos dejando atrás una cueva muy
interesante a la que, sin duda, volveremos con mayor calma. Como cabría esperar, según
recorríamos otra vez el canal, aprovechamos la ocasión para observar con
nuestra innata curiosidad los mangles y su laberíntica estampa; aunque, en esta
ocasión, no con tanto detenimiento como en la ida. Por supuesto –¡faltaría
más!- nuestro “profesor” –ya habría que calificarle como tal- nos dio un último
apunte sobre el mangle rojo: “¿Ven ustedes todos esos moluscos que están
adheridos a sus raíces?, pues son los llamados ostiones que tanto llamaban la
atención de los primeros europeos cuando se lo contaban los antillanos. Porque,
hemos de saber –recalcó con mal disimulado orgullo- que los europeos no se
podían creer que se recolectaran ostras en árboles que crecían en medio del mar.
Eso no se lo creían… ¡hasta que lo vieron con sus propios ojos!” Aquí cesaron
momentáneamente sus lecciones pues ya salíamos a mar despejada; siendo así que
al poco de salir del citado canal fuimos a dar con unos extraños pilotes que
emergían del agua y que estaban coronados por aves de diferentes especies.
Preguntamos a nuestro capitán y –como era ya lógico en él- nos respondió
cumplidamente…
“Sepan –nos dijo- que eso que ven ustedes ahí, son los restos
del muelle de atraque que serviría para descargar mercancías que luego serían
transportadas por ferrocarril hasta diferentes partes del país. Éste habría de
ser un ramal que uniría con Sánchez y que, además, estaba estudiado que llegara
también hasta Santo Domingo de Guzmán, aunque eso no lo tengo muy seguro –nos dijo-.
Todo el maderamen se fue desmontando –continuó- con el tiempo y lo que queda en
la actualidad son los soportes que ahora sirven como “lugares de descanso” de
ciertas aves.
La yola continuaba su travesía dejando atrás un surco
que era como una herida abierta en la tersa y silenciosa superficie de la mar.
El viento estaba en calma pero la brisa producida por nuestra velocidad nos
acariciaba y nos rumoreaba silbos de extrañas connotaciones casi oníricas. El
sol dejaba caer su luz a raudales y nos proporcionaba una agradable sensación
de paz y bienestar. Cerramos los ojos por unos instantes y aprovechamos para
sentir; sólo sentir por unos momentos… intentando no pensar… Sentir… sentir…
Dejando
atrás la cueva de la Línea.
Pilotes
del antiguo embarcadero del ferrocarril con un pelícano descansando en primer
término.
Simpática
presencia de dos charranes o palometas de mar.
La
cueva de la Arena no es una cueva como las demás que hemos visitado. No; la
cueva de la Arena tiene una personalidad muy definida y, aunque no posea la
riqueza pictórica de las otras dos cuevas ya conocidas por nuestros
internautas, tiene unos valores visuales que impactan poderosamente en nosotros.
Además, la relativa escasez de pictogramas viene compensada –ampliamente- por
los tres bajorrelieves que tenemos en la entrada de la cueva. Incluso, nos encontramos con
la excelente oportunidad de verlos “agrupados” pues hemos de saber que el total
de bajorrelieves localizados en la zona protegida de Los Haitises se eleva a
cuatro. ¡Y de los cuatro, tres están en este lugar! (el otro se encuentra en el llamado "Abrigo de Héctor") Estos bajorrelieves, como
veremos a continuación, son, sencillamente, maravillosos.
Vista del embarcadero de la cueva de la Arena. Al fondo, la oficina y Centro de Recepción adscrito a la Subsecretaría
de Áreas Protegidas.
En las
paredes exteriores de la oficina se puede ver una representación, con vibrantes
colores, de uno de los bajorrelieves que veremos al poco tiempo.
Es una auténtica lástima que hayamos
tenido conocimiento de que alguien, "tal vez interesado”, se haya dedicado a
pintar en las paredes algunos dibujos de corte similar a los originales
existentes en las otras cuevas. ¿Para qué? ¿Por qué esta barbarie digna de
cárcel? Creemos que estas imposturas han sido felizmente borradas en una de las
actuaciones de limpieza y reparación de elementos dañados que la
Administración lleva a cabo. No obstante, entendemos que no hay que bajar
la guardia ante semejantes atentados contra el patrimonio común.
En este
sentido, y aun siendo conscientes de que el hecho denunciado aconteció aproximadamente en el años 2006 y creyendo firmemente que es totalmente inadmisible que vuelvan a producirse estas
agresiones a la historia dominicana, ponemos un enlace con la página de
“ECOportal dominicano” en el cual se expone un interesante artículo de D.
Domingo Abréu Collado -publicada en el mencionado año 2006- sobre esta inaceptable actuación que debe ser vigilada
entre todos para que no se vuelva a repetir y así evitar que presuntos mezquinos intereses se puedan extender en el tiempo
contagiados por mentalidades obtusas que no ven más allá de sus narices.
Bien,
dicho lo anterior, continuemos con nuestro apasionante viaje y volvamos al
punto en el cual nos habíamos quedado…
Nuestra
yola seguía su trayecto en dirección a Caño Hondo para, antes de llegar a dicho
emplazamiento, hacer un alto en la última de las cuevas que vamos a visitar
hoy: la cueva de la Arena. El sonido del motor ya casi no se oía pues nos
habíamos acostumbrado a él y conseguíamos abstraernos de tal manera que
nuestra atención y nuestra sensibilidad se centraran en lo más importante; a
saber: la tranquilidad que nos rodeaba y las impresiones bonancibles y
agradables que sentíamos de forma difusa, que es como hay que percibir estos
sentimientos. Poco a poco, nos adentrábamos en el interior de la bahía de San
Lorenzo. Ya habíamos dejado atrás Caño Salado, Caño Preso y el islote Willi,
cuando avistamos una caseta de color verdoso al lado de un fondeadero que,
según nos comentó nuestro patrón, no era otra que la oficina y centro de
recepción que la Subsecretaría de Áreas Protegidas tiene en este lugar.
Cuando llegamos, amarramos la gruesa cuerda al muelle y pusimos pie en tierra (bueno, en la madera del muelle); siendo entonces cuando nos percatamos de que la citada oficina estaba totalmente cerrada. ¡En fin!, ¡Qué le vamos a hacer! Nos acercamos y pudimos fotografiar unas curiosas pinturas de vivos colores que, al parecer, representaban uno de los bajorrelieves que se encuentran aquí.
Cuando llegamos, amarramos la gruesa cuerda al muelle y pusimos pie en tierra (bueno, en la madera del muelle); siendo entonces cuando nos percatamos de que la citada oficina estaba totalmente cerrada. ¡En fin!, ¡Qué le vamos a hacer! Nos acercamos y pudimos fotografiar unas curiosas pinturas de vivos colores que, al parecer, representaban uno de los bajorrelieves que se encuentran aquí.
Cuando el autor de este blog vio esta magnífica
cabeza lítica, no pudo por menos que felicitarse por haber encontrado
alguna representación "con luenga barba" al igual que la suya aunque
ahora esté un poco más recortada. Al menos, eso le pareció.
Otra magnífica represenación de cabeza humana. Es de notar el realismo y la expresión aprovechando, al mismo tiempo, el propio relieve de la roca.
La verdad sea dicha: cuando atravesamos la pequeña playa y ya nos encaminábamos hacia la entrada de la cueva, nuestro guía, "capi" y maestro, nos indicó: "¡miren, miren a su izquierda!" ... ¡Guauuu! -perdón por la expresión, pero no pudimos contenernos-, nos quedamos totalmente sorprendidos
de la extraña y misteriosa belleza que dimanaba de cada uno de esos
bajorrelieves que allí descubríamos; porque han de saber nuestros seguidores y curiosos internautas
que estas tallas tienen la particularidad de provocar una inquieta admiración.
En primer lugar por su emplazamiento con respecto a rocas y oquedades que los
enmarcan y, en segundo lugar, por el misterioso halo que se desprende de sus
miradas, de sus gestos, de sus rictus.
Si hemos de ser sinceros, tendremos que afirmar que estuvimos un buen tiempo admirando estos trabajos escultóricos. Nuestro patrón guardó un discreto silencio pues contemplar estas figuras, que muy posiblemente tuvieran un significado religioso, es guardar un profundo respeto a las creencias ancestrales de los Tahínos. Después de un lapso de tiempo que no sabríamos definir, nos sacó de nuestro recogimiento la voz de nuestro patrón. Su tono nos pareció más bajo de lo normal y casi, casi diríamos que nos susurraba, aunque de manera perfectamente audible. Nosotros creemos que la presencia de las pétreas figuras de alguna manera influye en el que está contemplándolas y transmiten una energía ¿telúrica? Sea como fuere, su influencia se siente de manera sutil pero perceptible, de eso no nos cupo ninguna duda.
Creemos
que después de lo expuesto poco queda por comentar sobre este emplazamiento; pero no
por cuestiones de falta de motivos que destacar, sino porque somos conscientes
de que las características propias de la cueva de la Arena aconsejan que no se
den demasiadas explicaciones sobre ella ya que lo más importante de esta gruta
es la impresión que produce en nosotros y eso, lógicamente, es algo muy
personal; es algo que cada cual debe percibir estando allí; es algo que no
podemos trasladar a otro porque un sentimiento es el resultado de un estímulo
emotivo, de una emoción, a través de lo cual la persona que es consciente tiene
acceso al estado anímico propio, por lo que no puede extrapolarse nunca de unos
seres a otros. Es, podríamos decir, “personal e intransferible”.
Si hemos de ser sinceros, tendremos que afirmar que estuvimos un buen tiempo admirando estos trabajos escultóricos. Nuestro patrón guardó un discreto silencio pues contemplar estas figuras, que muy posiblemente tuvieran un significado religioso, es guardar un profundo respeto a las creencias ancestrales de los Tahínos. Después de un lapso de tiempo que no sabríamos definir, nos sacó de nuestro recogimiento la voz de nuestro patrón. Su tono nos pareció más bajo de lo normal y casi, casi diríamos que nos susurraba, aunque de manera perfectamente audible. Nosotros creemos que la presencia de las pétreas figuras de alguna manera influye en el que está contemplándolas y transmiten una energía ¿telúrica? Sea como fuere, su influencia se siente de manera sutil pero perceptible, de eso no nos cupo ninguna duda.
Como decíamos, nuestro patrón,
acercándose respetuosamente, quiso explicarnos en qué consistían los
bajorrelieves. Todos estábamos a unos dos metros de una de las figuras para
obtener una mayor perspectiva en la que pudiéramos profundizar los detalles
que, de otra manera podrían escaparse. Así, nos comentó que los bajorrelieves
se consiguen remarcando los bordes del dibujo y rebajando posteriormente el
muro sobre el que se realiza el trabajo para ir tallando las figuras que, en
definitiva, van a sobresalir algo con respecto al fondo. Continuó nuestro guía
diciéndonos que en un bajorrelieve, para que sea considerado tal, su figura
realzada debe sobresalir menos de la mitad del bulto; obteniéndose, de esta
manera tan sutil, un claro efecto tridimensional. Sin duda, todo un logro de los
artífices prehispánicos caribeños.
La
cueva de la Arena corre paralela a la costa, con varias aberturas hacia ella.
Antes de entrar, podemos ver diferentes cortes que dejan pasar libremente el
agua de esta laguna en formación.
Magnífica
representación pétrea con una gran fuerza expresiva y perfectamente modelada.
Tras
quedarnos unos minutos más observando detenidamente los bajorrelieves y
haciendo las correspondientes fotos para poder deleitarnos posteriormente con
su presencia, procedimos a entrar en la “recepción”
o “lobby” de esta preciosa caverna; es decir, en su primera sala. Esta cueva,
como ya se comentó líneas arriba, puede que no tenga la riqueza pictórica de
otras; puede que no tenga la fastuosidad de un bosque de estalactitas
puntiagudas y espectaculares o puede que no posea abundancia de petroglifos;
pero de lo que no cabe ninguna duda es de que su belleza intrínseca proviene de
la armónica conjunción de las rocas en su hermanamiento con el agua y las arenas.
Mas esta conjunción, que ya de por sí se insinúa interesante, lo es, sobre
todo, por la belleza plástica que encierra. En efecto, los reflejos propiciados
por un agua siempre en balanceo, los marcos silueteando oquedades en unas pétreas paredes
que encuadran perfectamente a otras salas o directamente al exterior y, por no
ser exhaustivos, añadiendo la belleza que la suavidad y textura de la arena provoca
en su contraste con una adusta roca que se refugia tras ella, son motivos más que
suficientes para considerar imprescindible su visita. No hacen falta aditamentos
espurios de ningún tipo para ello.
¿Qué
decir del agua cuando ésta sube y cubre
las finas arenas de algunas de sus salas? ¿Qué decir de esas estalactitas, protagonistas
en forma de hoja, contrastando y compitiendo en tonos con respecto a sus
paredes? ¿Y qué decir, por resaltar un aspecto más, de esos pasos obligados a
través de “claraboyas naturales” en la roca mediante escalas de madera?
Merece
la pena, sin duda, “vivir” esta cueva y sentirla y llegar a creer que hemos
estado en un lugar plenamente mágico; porque de hecho, lo es.
Quedaremos
sorprendidos por la amplitud de la primera sala que encontraremos, además del
hecho de no tener que pisar un duro
suelo como en las otras cuevas. Aquí, el piso es mullido, suave, aterciopelado.
Estas
estalactitas –suponemos que lo son- nos llamaron poderosamente la atención ya
que no tienen como la inmensa mayoría de ellas, la típica forma cónica, sino
que presentan una forma inusualmente ancha que, creemos recordar, se debe a no
sé qué fenómenos físicos que hacen que la gota, al precipitar en carbonato
cálcico, tenga un efecto expansivo. Bueno, en realidad –repetimos- son suposiciones
pues no quisimos preguntar a nuestro guía por aquello no abusar de él.
Preciosa,
sugestiva y sugerente ventana al mar.
Causa
extrañeza observar –y sobre todo subir- escalas de madera a través de huecos
naturales en la pared a más de metro y medio del suelo. ¡Nos sentimos
espeleólogos de primera!
Por uno
de los pasillos de esta caverna observamos una oquedad casi en forma de corazón
que nos permite divisar el agua entrante y un arrobador juego de luces y
volúmenes.
¿Quién
puede decir que esta cueva no es bellísima? ¿Quién cree que tiene necesidad de
aditamentos para potenciar su interés? ¿Cómo se puede estar tan ciego?
Veamos, pues, por este motivo,
algunas imágenes más de esta extraordinaria cueva y pasemos a continuación a
relatar detalladamente la última parte de este inusual recorrido.
Entrada
de agua por debajo de unas rocas erosionadas a través de miles y miles de años.
La luz, los reflejos, las siluetas ondulantes reflejadas en el techo… Casi se
podría decir que esta cueva tiene vida propia.
Las
pasarelas son otra de las características de este escenario. Su necesidad viene de
la mano de que se inunda con las mareas y también cuando el tiempo es especialmente
tempestuoso, a pesar del amortiguamiento que supone la bahía de San Lorenzo.
Salas
que se inundan periódicamente, pasarelas con sus “miradores”, múltiples “ventanales”,
la fina arena…
La
salida se hace por el mismo sitio por el que se entró. Dejaremos atrás todo un
mundo escondido que se nos muestra con generosidad siempre y cuando nosotros sepamos
verlo y, sobre todo, sentirlo.
El rojo, azul y
blanco abrazaban al viento a su paso. El mástil se cimbreaba como
queriendo despedirnos o, por mejor decir, desearnos un pronto regreso. Las
tablas del embarcadero crujían bajo nuestras botas y el aire, en su viaje al infinito, parecía que nos
musitara extraños ecos de pretéritos tiempos. El día era diáfano, claro,
luminoso...
“El día
era diáfano, claro, luminoso…”
Montamos en nuestro pequeño y ya querido
barco cuando, por alguna causa desconocida de la cual no sabemos muy bien la
razón, en el momento de poner uno de los pies en el asiento para bajar del
maderaje del muelle, la yola cabeceó y a punto estuvo el narrador de dar con
todo su cuerpo en el agua; un agua que con toda seguridad tenía la calidez propia
de estas tierras tropicales, además de presentar una transparencia más que agradable. Sin
embargo, aunque el baño hubiera sido sumamente relajante, éste no hubiera tenido
un adecuado recibimiento por caer con cámara, vestimenta, documentación… y todo
el etcétera que queramos poner. Por fortuna, aquello quedó en un susto pues la
mano vigorosa y rauda de nuestro patrón agarró en seguida al “tambaleante” y
evitó, así, males mayores. La verdad es que nuestro guía era una joya (dicho
con todo respeto y con su permiso, claro está).
…Y con
la convicción de que el viaje estaba llegando a su término, enfilamos a través
de la bahía de San Lorenzo rumbo a Caño Hondo, en donde estaba previsto un
frugal almuerzo que nosotros entendíamos que era merecido -aparte de ser la hora
habitual para reponer fuerzas-. No obstante lo anterior, el autor debe decir que
si por él fuera, estaría todo el día de “exploración” y esa “nimiedad” de la
comida ya quedaría para otro momento; pero, claro está, no iba solo y por ello
también había que pensar en los demás.
Éste es el último islote que avistaremos hasta
llegar a Caño Hondo. Ya vamos entrando en la zona en la que se cierra la bahía de
San Lorenzo y su orilla da la vuelta como queriendo recobrar la visión de la mar
abierta y océana.
En Los Haitises hay numerosas especies de aves.
Aquí podemos ver a un pelícano en pleno vuelo. Estas aves, al ser aves
nadadoras, tienen las patas palmeadas con una membrana interdigital entre sus
cuatro dedos –a semejanza de los patos-.
Dejamos
atrás un último islote y nos dirigimos prácticamente en recto a la
desembocadura de un gran río: “Caño Hondo”. Bueno, eso es lo que podría pensar
cualquiera que viera su embocadura. En efecto, ese amplio cauce que vemos
cuando entramos es una corriente de agua que tiene ¡tres kilómetros de
longitud! A ella vierte, a su vez, un pequeño riachuelo llamado el Jibale.
Creíamos que remontaríamos el “ancho río” cuando nuestro patrón giró a su
derecha y nos metimos por un pequeño afluente que luego supimos que se llamaba “Caño
Chiquito”. ¡Y ciertamente que lo era! En varios tramos del recorrido las ramas se
entrelazaban de una orilla hasta la otra y momentos hubo en los cuales hasta
teníamos que agachar un poco la cabeza; sobre todo el ayudante que iba de pie
en la proa, dirigiendo alguna que otra maniobra pues el calado no debía de ser
suficientemente profundo y sospechamos que, además, debe de ser variable –aunque
este extremo no pudimos constatarlo-. Nuevamente estuvimos inmersos en la
espesura de un gran manglar; un manglar que unía sus ramas por encima de
nuestra cabezas, de tal manera que estábamos metidos en un auténtico túnel vegetal.
La sensación es especialmente emotiva para aquellos que no estén acostumbrados
a estos parajes, pues inmediatamente acuden a sus mentes escenas de lanchas a
través de la selva virgen vistas en documentales de exóticos y muy lejanos
países. La impresión de estar atravesando una selva casi inexplorada no podrá
ser apartada de nosotros hasta que lleguemos a nuestro destino: el fondeadero.
Caño Hondo es un río de corta trayectoria pues
tiene tan sólo tres kilómetros de longitud. Engaña la anchura de su
desembocadura aunque poco a poco se irá
estrechando en una extensa zona de tierras pantanosas pobladas por mangles.
Caño
Chiquito desemboca al final del recorrido de Caño Hondo. Se podría considerar
casi como un canal en cuyas orillas se desarrolla un magnífico manglar en forma
de galería; de tal manera que recorremos un largo trecho por un auténtico
túnel.
Todavía
tuvimos que dar unos cuantos giros hasta llegar al embarcadero que nos
aguardaba tras una suave curva. Dicho embarcadero estaba prácticamente lleno de
pequeñas naves de diferentes formas y colores. Atracamos como pudimos, subimos
al entarimado y nos informaron que si queríamos ir a un interesante restaurante
que hay en los límites del parque (pero ya fuera de él) teníamos dos opciones:
o ir andando –unos veinte minutos- o bien coger un motoconcho que, por supuesto,
siempre estaba por allí. Obviamente y siempre pensando en los demás, optamos
por coger el motoconcho. Su conductor –con aspecto asiático- esquivaba con
habilidad sorprendente todos los hoyos que nos encontrábamos, de tal manera que
se ganó una propina por su habilidad –aunque sospechamos que también influiría
que supiera de memoria el recorrido por haberlo realizado cientos o tal vez miles
de veces-. Bien, pues así íbamos cuando, en muy poco tiempo, llegamos al hotel. Nos
dejó allí y quedamos -calculando más o menos el tiempo que tardaríamos en
comer- a una determinada hora para que viniera a recogernos.
Nos
llamó mucho la atención el mencionado hotel pues, según pudimos saber, se trata de un
proyecto innovador que conjuga un adecuado descanso y esparcimiento con un
riguroso respeto al medio ambiente. Parece ser que es un proyecto pionero que
trata –eso- de armonizar naturaleza y desarrollar de una manera no agresiva el
concepto de “hotel ecológico”. Al llegar, ya llama la atención la hechura de
sus paredes, de sus terrazas, de sus jardines y, como algo muy curioso y
espectacular, de sus piscinas “naturales”. La verdad es que se trata de un
lugar agradable en donde nos sirvieron una buena comida a la que hicimos
justicia.
Descansamos
un rato en tan peculiar entorno pues buena falta nos hacía ya que las emociones
surgidas a lo largo de toda la mañana habían hecho mella en nosotros y esa
alegre fatiga –antes latente y silenciosa- comenzaba a aflorar inexorablemente.
Mientras esperábamos a nuestro motoconcho, curioseamos algunas “reliquias” que
por allí había; como, por ejemplo, piezas que identifican el primer ferrocarril
bananero (así nos lo expresaron), la primera máquina hidráulica de
descascarillar arroz, o la primera generadora de electricidad que, al parecer,
se remonta a la lejana fecha de 1900. El autor, curioso impenitente, disfruta en
grado sumo la contemplación de todos estos “cacharros” de tan gran valor
histórico. Por supuesto, además de exponerse estos elementos citados, también
pudimos observar algunos objetos de los primeros pobladores indígenas. ¡Vamos,
que comimos y nos dimos un baño de historia!
Era
agradable escuchar y oír el sonido del agua cayendo por las cascadas de las
piscinas que aprovechan el agua de Caño Chiquito (eso nos dijeron, pero no lo
hemos podido confirmar) para deleite de los que quieran mitigar el calor del
día.
El hotel ecológico en el que estuvimos comiendo
tiene una arquitectura tan integrada en su entorno que pareciera surgido de la
misma tierra. Todos sus elementos constructivos tiendes a ser “naturales”. Sus
habitaciones, al menos en una parte de su
desarrollo, reciben la denominación
de “nidos”.
Su jardín, con sus llamadas “piscinas naturales”
–que, en realidad, están “un poco” ayudadas, ponen una nota dinámica y rumorosa
al ambiente en el que nos sumergimos al entrar en tan privilegiado lugar.
Las
sombras iban estirando el paisaje hacia la mar. La luz comenzaba a declinar
anunciando un todavía algo lejano pero inexorable atardecer. El cielo seguía
claro aunque, como suele ocurrir con frecuencia, se iba cubriendo de nubes que,
en principio, no parecían amenazadoras. Las copas de los frondosos árboles se
balanceaban al unísono mitigando la sensación de calor que siempre se suele tener
por estos lares. El salto de agua o,
mejor dicho, los saltos de agua que renovaban constantemente la cubeta de las
llamadas “piscinas naturales”, ponían una nota algo ruidosa que silenciaba en
muchas ocasiones el canto de las aves; unas aves que, ahora ya sabemos, eran
objeto principal en los pictogramas, de los pueblos taínos. Así, mientras los artistas europeos se
dedicaban a pintar bisontes, los artistas de esta isla -de la isla del poderoso
monte Duarte- dedicaban su sensibilidad a pintar aves en diferentes posturas y
actividades. Hemos sido testigos privilegiados de un mundo pasado que está
plenamente vivo y presente en la actualidad. El alma de aquellos antiguos
pobladores sigue estando en cada una de esas representaciones aladas o de
cualesquiera otra factura. Es cierto que ellos ya no están con nosotros, pero
ahí ha quedado su arte para que nunca podamos llegar a olvidarlos.
El fondeadero suele tener una gran afluencia de
visitantes. Al fondo, llama la atención una gran yola que ha sido bautizada
como “Hakuna Matata”, conocida canción de la película “El Rey León”… “Hakuna
Matata / vive y deja vivir / Hakuna Matata / vive y sé feliz” que se decía en
la citada banda sonora.
Fuimos a una playita solitaria en la cual nos
pudimos bañar dando por terminado nuestro apasionante viaje. Fue un digno
colofón que puso un broche de oro a un día cargado de emociones y vivencias que
difícilmente olvidaremos. Quedamos con ganas de volver y a buen seguro que
volveremos.
Estábamos es estos pensamientos cuando sonó el ruido inconfundible del
motor que se acercaba. Bajamos, montamos en él y con la misma facilidad de la
ida, regresamos. Una vez en la yola, camino de casa, nos dijo nuestro patrón
que si nos apetecía tomar un pequeño baño. Así lo hicimos y acabamos esta
jornada con el masaje relajante que supone nadar un poco después de tanto ejercicio
mental; después de tantas maravillas como han llenado nuestros ojos y después
de haber vivido y sentido el espíritu de un parque nacional que es un fiel
reflejo de pretéritas épocas y de haber oído o escuchado los latidos de un
corazón que no se extingue con el paso de los siglos: el corazón de Los
Haitises.
Dado que todavía no hemos hecho ningún vídeo en la República Dominicana acudimos provisionalmente a YouTube para que no quede el reportaje sin, al menos, uno.
Éstas son las zonas de Los Haitises que se muestran a los turistas. No obstante, el autor tiene en su agenda hacer una "expedición" por las zonas más desconocidas del Parque... Pero eso será el próximo año...
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