jueves, 1 de diciembre de 2011



























VIAJE AL CORAZÓN DE LOS HAITISES


 
La yola volaba. En cada ola, en cada golpe de mar, en cada movimiento rápido y firme del timón, la yola volaba. Apenas nos habíamos elevado del asiento por iniciar la bajada ya de la cresta de la ola, cuando, sin apenas transición que nos diera tiempo a un respiro, caíamos violentamente en el travesaño de madera que constituía nuestro apoyo y asiento intermitentes. Las posaderas –con perdón- ya nos dolían de forma considerable y comenzaba a hacerse insufrible. Yo miraba de reojo al patrón de la embarcación… Él impertérrito, erguido, flexionando las piernas en cada vaivén, con el pelo enmarañado y flotando al capricho de los vientos, miraba hacia el frente, hacia lo más profundo del horizonte,  como el más avezado e intrépido viejo lobo de mar.
 


Él, aunque no se notara, estaba muy atento a la llegada de cada ola, a su altura, a su aspecto... Normalmente las solía coger de frente lo que propiciaba nuestro martirio en cada salto e inclinación; pero lo peor no era eso: lo peor era cuando llegaba esa otra ola que suele venir cada cierto número de vaivenes y que, al ser mucho más alta, por lo que pudimos ver, correspondía emplear otra táctica más acorde con la nueva situación planteada... Al principio, cuando vimos que nuestro patrón enfrentaba la ola de forma sesgada, casi como queriendo escapar de ella o esconderse de las que venían a continuación, exhalamos un suspiro de esperanza en que, al menos en ésa, no experimentaríamos la “caída libre” que veníamos sufriendo desde hacía demasiadas olas. ¡Ah!, pero ¡qué confundidos estábamos! Cuando, tras ascender con una facilidad pasmosa hasta la cumbre, hasta la cima, hasta lo más alto del violento oleaje, vimos que nuestro patrón, con golpe certero de timón, se ponía totalmente en noventa grados con respecto a la línea de la espumeante cresta, fue cuando ya entonces se nos erizaron los pelos a pesar de que según las leyes físicas esto resultaría imposible pues nuestro cabello estaba totalmente mojado y pegado a la cabeza; pero así ocurrió al ver como, desde lo más alto de la más alta ola que habíamos enfrentado, caíamos en picado para encontrarnos con las siguientes y siguientes y siguientes que no terminaban nunca. A mí se me hacía que la proa partiría en dos la próxima pared acuosa penetrando en ella como un veloz torpedo y que nos iríamos al fondo del Atlántico irremisiblemente y para siempre.


Pero no, cuando la proa golpeaba con violencia estruendosa levantando a sus costados sendas murallas de agua salada, con ese seco chasquido que también me hacía temer por la integridad física de nuestro barquito, no fuera a ser que rompiera por la mitad, nos elevábamos otra vez deslizándonos todos hacia atrás como si quisiéramos llegar al que así nos transportaba para implorarle, rogarle, suplicarle que fuera mucho más despacio… Pero él, nuestro patrón, seguía estudiando las olas y mirando en lontananza sin albergar en su mirada ningún atisbo de piedad hacia nosotros que nos hiciera confiar en la más mínima esperanza de su compasión. Se notaba que estaba acostumbrado a llevar el bote en condiciones adversas, muy adversas; mas no tenía en cuenta que sus pasajeros posiblemente no tuvieran la misma experiencia en asuntos marineros o, por si fuera el caso, que no hubieran subido nunca a algo que flotara. Nos asíamos con fuerza a la regala, pero ésta se deslizaba continuamente a pesar de la presión que ejercíamos y, consecuentemente, además del movimiento vertical, constante e insufrible como ya hemos apuntado, teníamos que padecer un movimiento horizontal en el cual reverenciábamos a la proa continuamente en una especie de ritual al que íbamos obligados. En cada salto y en cada bajada, el agua nos salpicaba sin piedad, inmisericorde, inexorable; aunque habríamos de puntualizar que en realidad lo que ocurría es que el agua nos bañaba, nos empapaba, se metía dentro de nosotros por completo haciendo que ni siquiera pudiéramos casi abrir los ojos debido al escozor pues tanta era la sal que teníamos en ellos.
          Era como una especie de carrera desenfrenada para ganar a unos adversarios inexistentes.

Situación geográfica de Los Haitises, de la Península de Samaná y del itinerario que se sigue, saliendo de la ciudad de Santa Bárbara de Samaná (línea discontinua)

Afortunadamente, Samaná, su bahía y la zona de Los Haitises gozan de un clima bonancible en donde no son frecuentes estas situaciones; no obstante –eso también hay que reconocerlo- un poco de aventura y emoción de vez en cuando nos hará salir de la rutina y siempre lo recordaremos como una anécdota que contar a nuestros amigos y familiares. ¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos todo controlado y nunca nada se saliera de lo que hemos calculado! Francamente, no queremos ni pensarlo.
 
 (imagen provisional)
Vista aérea de los mogotes que se encuentran semisumergidos.

Pero veamos primero, antes de iniciar nuestro espléndido viaje, cuáles son las características fundamentales del Parque Nacional de Los Haitises. Comprobaremos a lo largo de este reportaje, que esta zona es una bendición de la naturaleza; es una manifestación magnífica de un paisaje kárstico en donde, si lo observáramos desde el aire, veríamos una serie interminable de elevaciones de unos 30 ó 40 metros de altura llamadas mogotes. Estas formaciones, geológicamente hablando, tienen su origen en capas sedimentarias submarinas que posteriormente quedaron al descubierto por elevación del terreno en donde -ya sí- fueron erosionadas por la lluvia, el viento y la fuerza del terco oleaje, modelando un fantástico escenario que es el que ahora podemos contemplar.

Las aguas de la gran bahía de Samaná bañan las costas de la provincia homónima y las de Hato Mayor. Esta bahía tiene una biodiversidad muy importante influenciada de forma decisiva por el aporte del río Yuna que mezcla sus aguas en el occidente del lugar; haciendo, por tanto, que esa acción se vaya diluyendo a medida que avancemos al oriente con la presencia de su agua salada; lo que crea un mosaico de gradientes que fundamentan esa diversidad. 


Este escenario tiene el mismo origen que las formaciones que podemos encontrar en otros lugares intertropicales y que a buen seguro siempre habrán llamado nuestra atención; como los ejemplos de la bahía de Halong, en Vietnam, o las formaciones chinas de Shilin o las llamadas colinas de chocolate, en Las Filipinas; el paraíso de Krabi, en Thailandia, el increíble “mundo perdido” de Yangshuo –también en China-… y muchos otros lugares exóticos, apartados, lejanos que hemos visto y admirado tantas veces en documentales y revistas.

La península se continúa por la izquierda, hacia el fondo de esta imagen. Los islotes que se encuentran enfrente de la ciudad están unidos por un puente peatonal muy transitado por sus bellas vistas. Desde la ciudad de Santa Bárbara saldremos con nuestra yola o la embarcación que hayamos contratado (también hay catamaranes y otros tipos de embarcaciones) y, tras atravesar el puente, saldremos a mar abierta rumbo a un mundo mágico y desconocido: Los Haitises.
 
...Pero no hace falta ir tan lejos y gastarnos un montón de dinero en transporte. No. Aquí, en la República Dominicana, en la Península de Samaná, existe una formación kárstica que no tiene nada que envidiar a esos lugares que acabamos de mencionar. Aquí, en las Antillas Mayores, en La Hispaniola, un mundo mágico, ignoto, sorprendente nos aguarda. Recorrámoslo de la mano y esperamos que este reportaje sirva para despertar en el curioso internauta el deseo de visitarlo en algún momento… o ahora, si tuviéramos un poco de tiempo para nosotros, pues no debemos olvidar que de vez en cuando tenemos que poner en armonía nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra alma. Un viaje al mágico escenario de Los Haitises nos ayudará a conseguirlo plenamente. 




Le invitamos a descubrir y disfrutar de un sorprendente recorrido. Acompáñenos.

Saliendo desde la ciudad de Samaná (así es conocida popularmente Santa Bárbara de Samaná) tendremos que atravesar toda la bahía pues el Parque Nacional de Los Haitises está justo en la orilla opuesta. Será después de dejar atrás el puente peatonal cuando, poco a poco, iremos viendo desaparecer en la lejanía dicho puente para, a continuación, como si emergiera de las aguas para que comencemos a saborear su encanto, veamos aparecer, también de forma pausada, la orilla objeto de nuestro viaje.

La mañana había amanecido algo calurosa. El tiempo, al mirar por el ventanal de nuestra habitación, parecía que prometiera una buena jornada; aunque en estos lugares tropicales nunca se sabe pues lo mismo hace un magnífico sol como, a la hora, está lloviendo a mares… Pero bueno, no parecía que fuera el caso en esta jornada de cielos impolutos aunque con viento algo rezongón . Nos aseamos y nos preparamos temprano para coger nuestra “yipeta” (vehículo todo terreno) y dirigirmos sin mayor tardanza a la ciudad de Santa Bárbara de Samaná pues habíamos quedado temprano para iniciar una excursión que prometía ser apasionante en muchos aspectos. 


El embarcadero en el cual podremos contratar directamente nuestro viaje, se encuentra en el malecón, a poca distancia de las casitas de estilo victoriano que destacan por sus llamativos colores.

Llegamos justo a tiempo al muelle. Allí, tras saludar a nuestro patrón, le entregamos la mitad del precio acordado (es costumbre hacerlo así) para luego, al terminar, ya bien entrada la tarde, entregarle el resto... y la propina si se hubiera hecho merecedor de ella, claro está. Fue entonces cuando nos fijamos que la yola en la que íbamos a viajar tenía el rimbombante nombre de "Madri" -sin la "de" final- como si fuera pronunciado por un acérrimo castizo; aunque, a decir verdad, más espectacular resultaba el nombre de otra yola en la que había viajado no hacía mucho tiempo: "El corsario rojo". ¡Vaya, sí que son "ampulosos" en los bautizos de las embarcaciones!
Bien, pues tal y como decíamos, ya estábamos en el muelle; un muelle de madera alrededor del cual pudimos observar varias yolas de muy diversa factura y conservación. En este sentido, debemos saber que una yola es una pequeña embarcación muy utilizada por los pescadores y cuya construcción consiste en un casco alargado con travesaños  que realizan la función de asientos para la tripulación. Tiene una sola cubierta -los que vimos eran todos de fibra de vidrio-y es propulsada por motores fuera borda convirtiéndose en una nave bastante versátil y muy apta para navegar en lugares cercanos a la costa.

Momentos antes de llegar al embarcadero -y ya estacionados al lado del muelle- una agente de policía, amable y simpática, nos hizo reír pues nos "regañó" -en plan de relajada broma- por habernos "escapado" sin pagar el parqueo  la semana anterior en la cual también estuvo el que narra esta aventura por aquellos parajes. Yo me defendí con la verdad por delante: ¡pero si usted no estaba para cobrar la boleta! Ella sonrió, me miró y me dijo: ¡claro! ¡Con la que estaba cayendo!
Efectivamente: la semana anterior fue la famosa semana de nuestra odisea con la yola y el océano tempestuoso. ¡Lógico! Cuando trepamos al muelle bajo un violento aguacero (pues justo se puso a diluviar cuando ya estábamos llegando) no había nadie por las calles y aunque la agente de policía aseguró habernos visto, no quiso salir "con la que caía". Estuvimos charlando un poco ante la mirada de nuestro patrón que ya empezaba a impacientarse y prometí a la amable agente que a la vuelta pagaría la estancia de los dos días. 
         
...Bajamos la angosta escalerilla metálica que permite saltar a las yolas y tras el cabeceo habitual, nos enfundamos los chalecos salvavidas. Por supuesto, no se trata de ninguna desconfianza hacia nuestro experimentado capitán del barco; sino que, antes al contrario, se trata de una medida de precaución que, además de ser obligatoria es conveniente... Así, por poner un ejemplo, vendría a ser como el cinturón en los coches… ¡Ojalá que nunca tengan que cumplir con su función!
Suena el potente rugido del motor Yamaha y nuestra embarcación inicia su travesía. Pasamos por debajo del puente peatonal y nos dirigimos, en mar abierto, a una orilla que más que verse, se intuye allá, a lo lejos. 

Poco a poco, según avanzamos por mar abierto, llega un momento en el cual casi no vemos la orilla que hemos dejado atrás y sólo intuimos la que tenemos delante. Eso, para lo que no están acostumbrados a la mar, es una sensación verdaderamente extraña: estar rodeados de agua en todo lo que abarque nuestra vista.

El viento nos azota el rostro con fuerza; pero es una sensación agradable, placentera. Es una lástima que estos motores fuera borda hagan tanto ruido porque estando rodeados de agua por todas partes, prácticamente en medio de la nada (sensación ésta muy patente cuando estemos a mitad de travesía) sería extraordinario sentir el silencio solo matizado por la rumorosidad de las olas y el silbo aterciopelado de un viento que nos dice que él ya ha estado en Los Haitises y que lo ha visto todo desde arriba y que nos espera una jornada llena de sorpresas y emociones… ¡Ah! ¡Pero qué le vamos a hacer! Si tuviéramos más tiempo, lo ideal sería un barquito de vela… Pero eso no es posible cuando se quieren optimizar las horas. 


Nuestro primer contacto con el Parque Nacional será una serie casi interminable de islotes, de roca caliza, cubiertos de una exuberante vegetación. Debemos saber que “haitises” en lengua arahuaca de los taínos, significa “tierras altas o montañosas”.


Un laberinto. Eso es lo que parecen los pasos que se forman entre los elevados islotes. Todos ellos conforman una extensión paralela a la costa que eleva sus verticales paredes hasta una coronación de arbustos y arboleda de magnífica hechura. Por eso, por su naturaleza calcárea, es por lo que la zona en la que rompen las olas suele estar más erosionada; pero se da una curiosa circunstancia: dado que el terreno se ha ido progresivamente elevando, los mogotes han ido quedando más altos que el nivel que tenían tiempo atrás. Eso ha propiciado que en muchos de ellos se haya formado una línea de erosión que antes estaba a ras de agua y que ahora queda unos metros por encima de ella. 

Zonas fuertemente erosionadas por acción del oleaje que se encuentran en la actualidad por encima del nivel de las aguas.
Aquí podemos ver una vista en detalle de esas zonas fuertemente erosionadas que, en ocasiones, presentan formaciones de una extremada belleza como tendremos ocasión de ver en este viaje. Dichas franjas erosionadas reciben el nombre de escotaduras o encoches.


Ya estamos aquí, en el dédalo de islotes que conforman la parte litoral de este lugar de tan singular ambiente. Poco a poco nos vamos adentrando y dependiendo del tiempo que haya hecho en los días anteriores, el agua presentará una u otra coloración, pues la desembocadura del poderoso río Yuna afecta de una forma decisiva a este entorno. En efecto, aunque el Yuna desemboca relativamente lejos de donde nos encontramos, es tal su aporte de agua que influye decisivamente en varios kilómetros mar adentro. Esto hace, como ya se ha explicado anteriormente, que la biodiversidad sea especialmente rica. Por eso, si vemos el agua con una fuerte tonalidad amarronada, será claro indicio de que ha llovido mucho y los limos transportados por el río son los que dan esa coloración verde-amarronada tan característica; o bien, si hiciera tiempo que no lloviera en demasía, el agua presentaría un aspecto de tonalidades azules con reflejos semiverdosos.

Los islotes se suceden uno detrás de otro y cuando se entra en ellos, conforman casi un laberinto. A veces se llaman cayos a estos islotes; pero debemos recordar que cayo es una palabra de origen antillano y no deberíamos, pues, confundirla. Así, un cayo es cada una de las islas rasas, arenosas, frecuentemente anegadizas y cubiertas en gran parte de mangle, muy comunes en el mar de las Antillas y en el golfo de Méjico (o México, que cada cual se sirva a su gusto). Obviamente, lo que estamos viendo y veremos en estas imágenes, no tienen mucho aspecto de ser “bajas y arenosas”.

Nos sorprenderá observar cómo la ubérrima arboleda llega en muchas ocasiones hasta el nivel de las aguas. Allí, en donde encuentre un poquito de tierra, se aferrará a ella desesperadamente. Las variaciones verdosas y verdoso-amarillentas de sus copas, configuran un paisaje que nos subyugará sin ninguna duda. Al fondo siempre la costa, cayendo en picado sobre el mar y a veces, de tarde en tarde, alguna pequeña playa nos sorprenderá por su recato.
Nuestro patrón –casi nos habíamos olvidado de él- es una persona joven pero en la cual se notan años de experiencia en estas travesías. Sus conocimientos sobre el Parque son, sin duda, extensos por lo que nos provee de una gran cantidad de información que nosotros recogemos ávidamente. Así, nos comenta entre otras curiosidades, que este parque fue declarado Reserva Forestal por la ley 244/68 con el sobrenombre de “Zona Vedada de Los Haitises”.  

Los verdes y verde-amarillentos se suceden en cada mogote ante nuestros admirados ojos. Con sus 82 kilómetros de longitud entre Sabana de la Mar hasta Cevicos, tiene una anchura máxima de unos 26 kilómetros desde el sur de la bahía de Samaná hasta Bayaguana.

En cuanto  a la declaración de Parque Nacional –continúa relatándonos nuestro patrón- se hizo con fecha 3 de junio del año 76; mediante la ley 409 de ese mismo año mediante la expresión de su naturaleza que, como se decía en la citada ley, “desde el punto de vista geológico, la región de Los Haitises, que ocupa un área de alrededor de 1,200 km2, es un horst tectónico constituidos por rocas calizas miocénicas. Esto produce formaciones kársticas tropicales entre las más extensas de República Dominicana, caracterizadas por dolinas, cuevas, acantilados y grandes depresiones rellenas de arcillas, separadas por colinas largas y estrechas que localmente toman el nombre de mogotes”.
Nosotros, francamente, nos quedábamos asombrados de los conocimientos que tenía nuestro “capi” pero nos felicitábamos por ello ya que no podríamos tener mejor compañía.

La mayoría de los mogotes presentan vistosos acantilados que, con sus diferentes tonalidades, nos llamarán poderosamente la atención.
A veces, incluso, con sus coloraciones negruzcas, se potencia más, si cabe, la espectacularidad de estos pequeños farallones.

Por un momento nos quedamos mirando a un catamarán que estaba en aquellos instantes a sotavento. Su cubierta bullía de personas de variopintos colores mientras un guía les iba dando las oportunas doctas explicaciones en varios idiomas. ¡Ah! ¡Qué diferente resulta ir con un montón de personas de un lado a otro al son de los tiempos que nos marquen, con respecto a estar solos en una frágil yola! ...Y con el aditamento de una conversación amena de un buen patrón y disfrutando de la libertad que da poder ir –más o menos- a donde cada uno estime mejor, dentro de los tiempos contratados, pero siempre sin prisas y estando en cada lugar cuanto haga falta. Esa diferencia, aunque suponga unos pocos pesos más, es fundamental.



El día seguía siendo bueno y el sol caía a plomo sobre nuestra pequeña pero acogedora embarcación. Nuestro patrón, siempre atento al motor y al timón, maniobraba entre los mal llamados cayos mientras el ayudante, agarrado a la maroma de proa, vigilaba por si fuera necesaria alguna actuación complementaria. A una indicación nuestra, nuestro “capi” nos comentó que la notable riqueza pesquera de la bahía se debe a tres condiciones fundamentalmente: por una parte, explicó, tenemos el estuario del Yuna, con sus aportes de lodos y su agua dulce; esto favorece en gran parte la captura de camarones en los fondos fangosos de la desembocadura de dicho río. Lógicamente, añadió, el desembarco de los mencionados crustáceos se hace principalmente por el puerto de Sánchez, dada la proximidad de esta población a los manglares y lodos del estuario… Y, así, siguiendo atentamente los comentarios y explicaciones del capitán de nuestra pequeña “cáscara de nuez”, dicho en plan cariñoso, seguimos pasando entre los numerosos islotes que por doquier se presentaban.

 
 Aquí podemos observar cómo el agua amarronada denota bien a las claras que ha habido grandes lluvias recientemente. Por esta razón, el aporte del Yuna tiñe de marrón las aguas y –eso es lo más lamentable de todo- arrastra una gran cantidad de materiales que podríamos denominar “de desecho”
  
 Sin embargo, y dado que estas fotografías que se adjuntan corresponden a dos días diferentes de viaje, en esta otra fotografía, podemos observar cómo el agua tiene una coloración totalmente distinta con ese color entre azul y verdoso; pues, como ya se ha explicado, en esta ocasión el Yuna no venía crecido y, por lo tanto, los lodos en suspensión no llegaban hasta tan lejos. 

 
Poco a poco, de manera casi imperceptible, los islotes iban siendo más numerosos de tal manera que, llegado un cierto momento, casi podríamos decir que más íbamos entre canales que entre los desperdigados mogotes que nos habían recibido momentos antes.
Bien, continuó su comentario nuestro ya casi familiar capitán… Como decía, además del ambiente típico de todo estuario, tenemos la valiosa presencia de los manglares que, con su hábitat característico, sirve de refugio a numerosas especies; pero no para ahí la cosa –apostilló- también tenemos otros tres ambientes bien diferenciados en la bahía de Samana; a saber: los pastos marinos, la zona de los arrecifes coralinos y, por último, la zona de las aguas oceánicas. La verdad es que nos sentíamos totalmente asombrados de tanta sapiencia; y en éstas estábamos cuando, después de habernos adentrado por una serie de canales, avistamos una cueva marina en uno de los islotes. Desde lejos presentaba una buena imagen y, adivinando nuestro pensamientos, nuestro patrón nos dijo que precisamente nos dirigíamos hacia allí y que, además, podríamos entrar con nuestro cascarón –dicho con el mayor de los respetos, de forma coloquial y, por supuesto, como siempre, cariñosa.

 Canales entre los islotes.

Cueva a la que se dirigen números barcos con sus númerosos turistas. Se da la circunstancia de que sólo pueden entrar embarcaciones pequeñas por lo que las grandes tienen que contentarse con verlo desde fuera. Parece ser que esta cueva es llamada “Cueva de los Enamorados”; aunque esto no lo tenemos demasiado bien documentado por lo que no lo podríamos asegurar con certeza.

Bueno, nos dijimos, allá vamos. Así que desenfundamos nuestras cámaras –que por mejor decir, sería que las preparamos ya que tiempo ha que estaban fuera de sus estuches- y nos dispusimos a entrar en tan singular cueva. Se debe hacer notar a este respecto, que la cueva tiene una inquietante forma de gran boca presta a engullir hacia sus entrañas a todo aquel que ose traspasar su línea exterior… La cual, no sin inquietud, rebasamos cumplidamente.

 La entrada a esta curiosa cueva produce una cierta inquietud. No se sabría decir muy bien el porqué, pero lo cierto es que incluso el agua adquiría tintes “extraños” y pareciera que fuéramos a ser engullidos para no salir nunca más.

Una vez en su interior, la temperatura se tornaba algo más fresca y tuvimos que esperar un poco para que nuestros ojos se acostumbraran a la semioscuridad. Apagamos el motor y nos dejamos llevar por el paqueño impulso remanente.


Una vez dentro, con el motor apagado que, la verdad sea dicha, agradecimos enormemente, el bote se deslizó suavemente evitando los peligrosos fondos que pudieran dar al traste con nuestra aventura. Así, poco a poco, entre estalactitas plenamente visibles y estalagmitas sumergidas y amenazantes, nos fuimos alejando de la entrada para mayor inquietud de los que no estábamos acostumbrados a entrar allí. Al cabo de un rato ya tuvimos que detener la marcha pues el canal se hacía muy estrecho y no podríamos avanzar más que echando pie al agua y continuando andando; cuestión ésta que dejaremos para otro día.

Por ello, sin mayor tardanza, nuestro guía y gran experto, puso la marcha atrás y despacio, muy despacio, nos dispusimos a salir nuevamente “a la superficie” para poner rumbo a otra de las muchas cuevas que hay en esta zona: la cueva de San Grabriel.

 La cueva es espectacular por su colorido. Sus estalagmitas penden del techo casi diríamos que de forma amenazadora pues nos da la impresión de que van a precipitarse sobre nosotros de un momento a otro. Recordemos que “estalagtita” es la que cuelga del techo y que “estalagmita” es la que “sale” del suelo.

 Lugar más alejado al que se puede llegar con la barca. Más allá se adivinan pasadizos llenos de recovecos y galerías de misteriosos y sinuosos trazados.


Al salir volvimos a sentir el potente rugido de nuestro motor y la yola, inclinándose, levantó la proa y emprendió una rápida marcha hacia nuestros siguientes descubrimientos que, desde luego, se anunciaban muy interesantes. Mientras, vimos una curiosa “columna” calcárea, pequeña y relativamente fina, que parecía sostener la inmensa mole pétrea que la coronaba.
En fin, nosotros creemos que el entorno nos influía de forma considerable y ya interpretábamos cualquier detalle que tal vez fuera no muy significativo como el más fabuloso y enigmático descubrimiento que jamás hubiéramos hecho. Esto, cuando alguien se sugestiona o se emociona con lo que le rodea, tiende a ocurrir así. Desde luego, no sabemos si a nosotros nos llego a ocurrir, pero lo que sí sabemos es que nos sentíamos transportados a otro mundo y a otros parámetros de difíciles connotaciones.

 Es curiosa la percepción distorsionada de los acontecimientos dependiendo del momento y el lugar. En este caso, nos pareció mucho más profunda la cueva al entrar que al salir. 

 Continuamente se nos presentaban los islotes con sus paredes verticales sobre las verdoso-azuladas aguas de la bahía. Nuestra yola, para llegar lo antes posible a nuestro siguiente destino, se deslizaba velozmente hendiendo las mansas aguas con su quilla.

Pareciera que esta “columnita” sostuviera, ella sola, todo el peso de la maciza roca superior. Tal vez sea una columna calcárea; es decir, una estalactita que se ha alargado tanto que ha llegado a unirse con la estalagmita (esto y no otra cosa son las llamadas “columnas” de las cuevas)


Según avanzábamos, el número de islotes aumentaba y ya no sabríamos decir si íbamos, veníamos o todo lo contrario; es decir: el efecto laberinto. De vez en cuando nos encontrábamos con alguna embarcación llena de turistas que, suponíamos, se dirigirían al mismo sitio que nosotros.
Nos sorprendió ver un islote en la lejanía que parecía inclinarse hacia delante e, incluso, daba la impresión de querer saltar sobre todo aquel que se pusiera a su alcance… ¿Nos habría dado mucho el sol en la cabeza? No creíamos que fuera el caso, porque llevábamos un buen sombrero de paja… Aunque nunca se sabe. 

Seguimos por entre los “canales” pues ya no podríamos hablar de islotes aislado. La verdad es que si no fuera por la verticalidad de sus costados, sería tentadora la posibilidad de subir un rato a alguno de ellos y ver desde otra perspectiva tan magnífico lugar.

La punta rocosa del islote de la derecha parece estar al acecho del pobre y descuidado catamarán que se le acerca por su diestra. Casi no nos extrañaría que, de repente, saltara sobre él y lo engullera como si tal cosa.


Los islotes con sus acantilados y su ubérrima vegetación, las pequeñas embarcaciones como puntitos blancos apenas perceptibles en muchas ocasiones, la mar en una absoluta calma sólo rota por el surco de las embarcaciones… Y el cielo, con sus algodonosas nubes, como marco incomparable de todo el conjunto… Simplemente, sin palabras.
Estábamos pensando en estas filosóficas cuestiones cuando nos volvió a la realidad la voz de nuestro patrón. Nos dijo que antes de llegar a la cueva de San Gabriel –la mayor que veríamos hoy- pasaríamos al lado del “Cayo de los Pájaros” (¡y dale con lo del cayo!) que no es otra cosa que un islote de elevado tamaño en lo alto del cual siempre hay muchísimas aves y que ya nos explicaría sobre ello cuando llegáramos. Por supuesto, nosotros no tuvimos ninguna duda de que nos obsequiaría con toda una serie de datos que nos ilustrarían como la mejor de las enciclopedias. 


En lugar de explicar esta fotografía, entendemos que es mejor que el curioso internauta se deje llevar por las impresiones que le produzca.


Se dice que el mar está en “calma chicha” cuando el aire está en completa quietud. Si no fuera por el motor de la yola, correspondería acomodarnos, dar un respiro y disfrutar tranquilamente del paisaje y del sosiego del momento… Sosiego absolutamente imposible de tener en el catamarán que vemos en esta fotografía, lleno a rebosar de turistas de todo pelaje. A lo que se ve, uno de ellos, posiblemente desquiciado de los nervios, ha decidido salir y subirse a la estructura de la proa. Esperemos que su desesperación no le lleve a tirarse al agua (es "relajo")


Seguimos nuestro rumbo y ya nos empezamos a acercar a la “famosa” isla de los pájaros. Fue entonces cuando la docta voz de nuestro guía y patrón, nos dio un auténtico baño de conocimientos… Esa roca que ven ahí, nos dijo, es la que llamamos “Cayo de los Pájaros". En él anidan y se posan los pelícanos, la sobrevuelan numerosísimas tijeretas, los buitres o maura, gavilanes y las gaviotas reales,  por supuesto. La verdad es que, ya acostumbrados a recibir toda una lluvia de información, nos supo a poco lo que nos había explicado en aquel momento y llegamos a sospechar que, incluso, sabía perfectamente los nombres en latín de cada una de las especies, pero que, tal vez, no quisiera apabullarnos. 


La isla de los pájaros cae a pico sobre el mar. En su cresta, con una muy densa vegetación pudimos ver numerosas aves sobrevolándola. Al parecer, el parque cuenta con bastantes más de cien especies de aves.

Desde luego, el pelícano no podía faltar en este llamado “Cayo de los pájaros”, pues podríamos afirmar que lo ha tomado como si fuera su casa.


Y ya, sin mayor tardanza, después de haber recorrido toda esta zona de un sinnúmero de islotes, nos dirigimos directamente a la cueva de San Gabriel. Mas, antes de llegar a tan magnífico e imponente lugar –como ahora veremos- pudimos todavía deleitarnos con otros canales flanqueados de altas paredes y, ya en la costa, con la visión de escondidas playitas custodiadas por altivas palmeras siempre vigilantes. Por cierto, creo que fue el ayudante quien nos informó de ello, por aquí cerca –nos comentó- está la famosa “playa de los famosos”; “ésa que salió por la tele”, nos afirmó con orgullo y rotundidad. Bueno, pensamos, esperemos que no nos vayan a estropear ahora todo esto con mil programas de semejante corte… 


Hay algunos momentos que, si no fuera por el calor reinante, casi diríamos que nos pudiéramos encontrar en Noruega; pues, a veces, no parece que estemos entre islas sino que más bien pareciera que nos encontráramos en estrechos canales en los cuales fuéramos a divisar, cuando menos lo esperáramos, níveos paisajes… Pero todo son ilusiones de los sentidos… Además, aquí no tienen nada que envidiar a los no menos famosos fiordos.

Pequeñas y diminutas playitas semiescondidas se aparecen fugazmente. El paisaje costero, en esos cortos instantes, presenta una belleza de una serena tranquilidad.


Llegamos al poco al embarcadero de la cueva objeto de nuestro destino inmediato. Por supuesto, ésta es una de las paradas obligatorias para todas las agencias de viajes y, por ello, la gruta suele estar con una considerable afluencia de público. Tuvimos que esperar un poco para poder desembarcar pues casi había que hacer cola (o hacer fila) para llegar a la pasarela de madera. Un policía –o un militar, que nunca los diferencio- es el encargado de cobrar la entrada que, además, sirve para las demás cuevas y lugares “de pago” que visitaremos. Conviene llevar dinero suelto porque las vueltas suelen escasear. Esta caverna, además de su espectacularidad, tiene también una gran importancia por sus petroglifos, como tendremos ocasión de ver cumplidamente en lo que sigue.

 El embarcadero suele estar siempre con unas cuantas barcas y barcazas en su costado. A veces es un poco dificultoso el desembarco y hay que esperar a que se despeje.

 Debemos saber que la cueva de San Gabriel es la mayor de esta zona. Tiene un recorrido de casi 170 metros de longitud teniendo enormes salas en las que se han localizado abundantes restos arqueológicos.


Bullicio por aquí, bullicio por allá… Los del grupo organizado hacían una piña alrededor de su guía el cual, en voz muy alta, iba relatando los pormenores más importantes que pudieran interesar a los allí presentes. ¡A ver!, ¿están todos? ¡Vamos a comenzar! Se hizo un silencio momentáneo y en ese ambiente, en medio de un círculo formado por “personas humanas” como dicen algunos modernos – ¡como si existieran personas que no fueran humanas!- comenzó su explicación…
-“Deben saber que esta caverna o cueva fue utilizada por los antiguos indios Tahínos que eran los pobladores de esta isla en la época precolombina. En lugares como éste celebraban sus rituales mágicos y religiosos. También era utilizado a manera de enorme lienzo o bloque de piedras pues realizaban pinturas y relieves. Así, por ejemplo, en esta caverna se pueden observar unos veinte petroglifos y alrededor de diecinueve pinturas”… 

 Las estalactitas –que ya sabemos que son las que cuelgan del techo- abundan en esta gruta de grandes proporciones. Tendremos la impresión de estar en un gigantesco palacio de corte gótico como si de un enorme edificio diseñado por Gaudí se tratara.

 Además de la sala principal y de las secundarias de gran envergadura, existen numerosos “pasadizos” que podríamos explorar; pero eso sería tal vez posible si lleváramos el material adecuado y la experiencia necesaria.

Alguien de los presentes en el enorme anillo humano, empezó a toser estrepitosamente. El guía, por respeto y porque si no fuera así no hubieran escuchado ni oído nada, guardo un momentáneo silencio. Las toses cesaron y en ese momento alguien aprovechó la ocasión para preguntar que qué era un petro… un petrogrifo. Bueno, el guía, con suma amabilidad, indicó que se llamaban petroglifos y que consistían en diseños simbólicos realizados en la roca desbastando la capa superficial. En fin, hecha la aclaración, el guía continuó diciendo…
-“Pues como decía, hay bastantes dibujos, llamados en este caso pictografías, y bastantes petroglifos. Todos los petroglifos están localizados en tres zonas bien diferenciadas: en la entrada principal de la cueva; en el interior, frente a la entrada secundaria situados en el suelo y el tercer emplazamiento, por decirlo así sería el que correspondiera a los que están en la entrada pequeña frente al mar, en espeleotemas a la intemperie. Diré, para los que sientan curiosidad por ello, que los espeleotemas son formaciones de material secundario acaecidas después de la génesis de una cueva”.

 Los colores se suceden ante nuestro asombro; como los  amarillos, azulados, tornasolados, ocres, rojizos…

 El grupo se mantenía atento a las explicaciones de su guía mientras nosotros, cerca, escuchábamos “gratis”.

El guía del grupo hizo un pequeño alto en su explicación y bebiendo un largo sorbo de agua de una botellita que llevaba, prosiguió…
-“Bien, pues antes de pasar al fondo para que veamos más aspectos interesantes de este lugar, quiero completar esta información diciéndoles que, en cuanto a los pictogramas, éstos se encuentran distribuidos en dos zonas fundamentalmente: en la entrada de la puerta secundaria y en el interior, frente a la tercera entrada que da acceso a la dolina. Seguramente les llamará la atención la gran expresividad de estos dibujos”. ¡Síganme!” –Sentenció-
La verdad es que nos sentimos un poco avergonzados por los comentarios sin maldad que habíamos hecho poco antes sobre los grupos organizados; aunque, en el fondo, teníamos el pleno convencimiento de que nuestro capitán sabía eso y mucho más.
…Y ya por nuestra cuenta, sin estar de “gorrones” –o sea, de invitados en donde nadie nos había invitado- proseguimos solos la exploración de tan interesante cueva. 

 Preciosa e impactante vista de uno de los accesos. Las luces, las sombras, los colores, los tonos…

 Extraordinario petroglifo perfectamente conservado. La cara, con gran detalle y excelente terminación nos dejará, sin duda, sorprendidos. Es de observar que esta misma piedra tiene en su parte derecha más dibujos tallados aunque no de la calidad y expresividad del que estamos viendo.



Al rato, tras andar de acá para allá, de hacer las fotografías pertinentes y de preguntar alguna que otra cosilla que satisficiera nuestra siempre acuciante curiosidad, dimos por terminada nuestra visita a la cueva de San Gabriel para navegar con rumbo a nuestra próxima cita: la cueva de La Línea que, además, presentaba el aliciente de tener que pasar por un manglar antes de llegar a ella lo cual siempre es algo espectacular por lo llamativo de las formas entrelazadas y caprichosas de su sistema radicular.
La salida se realiza por un angosto camino que nos dirige, sin mayor preámbulo, en dirección al embarcadero. Antes, un pináculo de considerables dimensiones nos da la despedida hasta que volvamos en una próxima ocasión que, sin duda, no habrá de ser lejana. 

Las estalactitas y sus correspondientes estalagmitas nos acompañan hasta la salida con sus caprichosas y fantasiosas formas.

Para que hasta el último momento estemos haciéndonos fotos y admirando sus formaciones, la cueva de San Gabriel nos regala, justamente en la salida, esta estalagmita de una bellísima presencia.


Afuera, en una zona al resguardo gracias a los numerosos islotes que lo flanquean, esperan pacientemente las embarcaciones que habrán de dirigir sus proas, sin mayor tardanza, hacia lo más profundo de la bahía que vemos todavía algo lejana y que recibe el nombre de San Lorenzo. Navegaremos hacia zonas dominadas por los manglares; hacia terrenos que guardan en sus entrañas nuevas y sorprendentes cuevas que impresionarán fuertemente nuestra sensibilidad.
De esta manera, nos vamos acercando a la zona de la citada bahía; la cual se presenta con aguas más abiertas, mas despejadas que lo que hemos atravesado hasta ahora. Los islotes son menos numerosos y ya no distinguimos el horizonte tan lejano pues pronto divisaremos tierra cercana a derecha e izquierda: serán los límites de esta casi laguna litoral en formación. Después descubriremos los límites de la ensenada de Caño Hondo no sin antes pasar por el llamado “Cayo Willi” –uno de los ya menos abundantes de esta parte del parque y no sin antes haber pasado al lado de una espléndida hendidura longitudinal del llamado cayo –cuyo origen ya se explicó con anterioridad- que presenta otra “presunta columna” que parece sostener y evitar que caiga toda la inmensa mole que tiene encima de sí. 









Yolas aguardando a sus clientes a la entrada de la cueva de San Gabriel. Al fondo, los islotes protegen esta área de los fuertes oleajes.





El agua comienza a ser más libre y deja más espacio al horizonte. La bahía de San Lorenzo se va perfilando.

No dejan de admirarnos las grandes paredes verticales horadadas por el nivel de las aguas en otros tiempos y cómo, por la naturaleza calcárea de las rocas, se forman caprichosas siluetas.

Como esta impresionante columna que rivaliza en tonos con los ocres, negros, grises, plateados… Si observamos detenidamente, veremos otra columna más gruesa un poco más al fondo y casi pegada a la pared.

…Y ¡ahí están! ¡Los manglares hacen acto de presencia! Ni que decir tiene que aquellos que nunca hayan visto estas masas arbóreas en plena costa, con ese aspecto tan singular de querer aferrarse a una superficie imposible, quedarán fuertemente impresionados ante lo poco común de su estampa.
En eso estábamos, enfundados en nuestros más profundos pensamientos, cuando nuestro patrón, que ya hacía tiempo que no comentaba nada -posiblemente para dejarnos descansar un poco de sus lecciones magistrales- paró la yola y cambió el tubito que recogía la gasolina de uno de los varios bidones que llevaba para, a continuación, arrancar y proseguir la marcha. Fue entonces cuando nos empezó a dar un baño de sapiencia que hizo nuestras delicias. 

---¿Sabían ustedes que las plantas cuidan de sus hijitos hasta que son mayores? –Nosotros, la verdad sea dicha, nos quedamos estupefactos-.

---Si, así es. Resulta que el fruto no se desprende del árbol como en las demás especies para enraizar en el suelo. No. Aquí sería absurdo porque el suelo es agua. No; lo que ocurre es que la planta germina dentro del fruto. Eso es lo diferencial y luego, cuando la plantita empieza a crecer permanece varias semanas sostenida en el árbol madre nutriéndose de él hasta su total independencia. 

¡Caramba! No nos quedamos con la boca abierta porque sería muy poco digno, pero no podemos negar que nos produjo una gran sorpresa. Sin embargo, no paró ahí la cosa… 

 En seguida nos llamará la atención el impresionante sistema radicular aéreo de estos árboles.

 Que, cuando ya estamos más cerca, apreciaremos con detalle.

---Pues miren ustedes -continuó sin apenas darnos tiempo a reponernos- como pueden suponer el agua de mar, totalmente salada, habría de dañar sus tejidos –nosotros ya asentíamos de forma mecánica- Pues resulta que este árbol tiene unas glándulas que continuamente segrega el exceso tóxico de sal; e, incluso, son acumuladas en las hojas para que cuando lleguen a un grado de toxicidad peligroso se desprendan de la rama y el organismo del árbol no sufra. 

Ah –dijimos-. Pues sí que es interesante este árbol.

---Debemos cuidar con mimo –prosiguió-, con todas nuestras fuerzas, todo el ecosistema de los manglares porque, según mis datos (de los cuales ya no dudábamos en ningún momento) aquí, en lo que podríamos llamar la “laguna costera de San Lorenzo” y en la bahía de Samaná, el sistema manglar transfiere al medio circundante el cincuenta por ciento de su producción. Imagínense ustedes la importancia que tiene para toda esta zona…
En esto estábamos cuando le interrumpimos un momento mediante un sutil gesto de la mano y nos dedicamos en cuerpo y alma a sacar las correspondientes fotografías, no fuera el caso de que aprendiéramos mucho pero, al final, no obtuviéramos ningún soporte gráfico.

 Podremos ver grandes extensiones de raíces que impiden totalmente que podamos siquiera intuir en dónde termina el agua y en dónde comienza la tierra, el limo, el fango o lo que sea.

 Todo este cúmulo laberíntico de raíces, en la bajamar, pone al descubierto grandes colonias de moluscos fuertemente adheridos; pues no hemos de olvidar que este sistema radicular sumergido ofrece protección, cobijo a muchas otras especies como puedan ser las esponjas, diferentes especímenes de anélidos, peces y un largo etcétera.
  
Nos deslizábamos suavemente (aunque siempre con el dichoso sonido del motor) por una especie de gran río sin orillas; y decimos sin orillas porque, en verdad, no se veía la orilla por ninguna parte. Lo cierto es que nos daban auténticos escalofríos pensar que pudiera hundirse la barca por alguna razón y tuviéramos que atravesar aquel bosque de raíces “en estado caótico”. Consideramos que tal empresa llegaría a ser simplemente imposible.
Nosotros sabíamos que la presencia de los manglares de esta parte del país se extiende desde la desembocadura del poderoso Yuna hasta, más o menos, la zona de Caño Hondo así como en aquellos lugares donde el sustrato rocoso deja espacios libres para el depósito de sedimentos. Por supuesto, también éramos conocedores de que estos peculiares árboles ocupan la zona de transición entre la tierra firme y las aguas marinas; pero, desde luego, no teníamos ni idea de esos detalles tan sumamente interesantes que nos habían contado. 


En la bajamar se pueden apreciar los crustáceos “agarrados” fuertemente a las raíces. Luego, lógicamente, quedarán cubiertos en la pleamar.

Impresiona ver de cerca la inmensa maraña que constituye la nota característica de este particularísimo ecosistema.


Y así, entre comentarios, preguntas, contestaciones y algún que otro chascarrillo o relajo, avistamos casi al mismo tiempo el muelle en el que teníamos que atracar. Como siempre, tuvimos que esperar un poco pues había un enorme barco –al menos, así nos pareció- maniobrando y no era cosa de arrimarse mucho a él. Al fin, tras unos minutos pusimos el pie en el muelle. Enseñamos nuestro boleto y tras los trámites de rigor pudimos acceder a la zona de una cueva que prometía ser muy interesante por lo poco que habíamos leído de ella.
Pero antes de relatar lo que esta importante cueva ofrece al curioso visitante, vamos a echar para atrás en el tiempo y nos vamos a situar exactamente en aquel nefasto día en el cual llegamos a temer que nos ahogáramos en cualquier momento… Veamos qué fue lo que pasó… Porque cuando las cosas empiezan mal… suelen acabar peor. 

La cueva de La Línea o del Ferrocarril, también recibe el nombre de “cueva del Templo” por la gran cantidad de pictogramas y petroglifos que nos encontramos en su interior.


Será curioso saber que las pictografías se hacían utilizando como colorantes el jugo de jagua (fruto semejante a la pera), la bija, tintes extraídos de la corteza de los mangles así como carbón vegetal mezclado con agua, hollín, barro y caolín además de grasa de manatí y excrementos de murciélagos. Curioso, sin duda.



… "Pero... Pero en dónde están" –preguntábamos invadidos por una gran curiosidad no exenta de inquietud- El guía que nos había tocado en suerte -alto, fuerte, frente despejada-, dijo con voz sentenciosa: “por ahí, por ahí”… ¡Ah, ya! –exclamamos al unísono-… Y “por ahí”, ¿por dónde es? –volvimos a preguntar aun a riesgo de ser reiterativos e incluso pecar de pesados-… “¡Pues bueno, ahí está el cartel que lo  dice claramente!” –contestó como si fuéramos poco menos que unos memos- ¿Claramente? –nos preguntamos a nosotros mismos-. En fin, como no era cuestión de establecer disquisiciones filosóficas en aquellos momentos, optamos por acercar la cara todo lo que pudiéramos a ese cartel que se veía “tan claramente” y a punto estuvimos de dar con nuestras narices en la tablita indicativa. Esforzando mucho la vista, pudimos leer: Cueva de La Línea, Los Tiburones.



Las características más notorias de estas pinturas son: su carácter plano, colores monocromáticos en gris oscuro, negros o azulados grisáceos; diseños normalmente de reducidas dimensiones, figuras pintadas con pincel en su mayor parte, así como agrupaciones en paneles y escenas formadas por varios motivos que interactúan entre sí…


Además de lo anteriormente expuesto, llama la atención que también aprovecharan la rugosidad o relieve de las paredes para seleccionar los emplazamientos más apropiados para que resaltaran los diseños. En  cuanto a la representación de numerosos peces, destacan por su perfección los tiburones (ver en esta fotografía)



El cielo, en el exterior, seguía encapotado. Los gruesos nubarrones ya anunciaban lo que se iba a desatar momentos después y, tal vez fuera por eso, dentro de la cueva reinaba una oscuridad muy especial; una oscuridad que no nos permitía ver prácticamente nada a nuestro alrededor pues, en más de una ocasión, también estuvimos a punto de abrazar apasionadamente los petroglifos de suelo tales eran los tropezones que dábamos a diestra, siniestra y frente. Traspiés hubo, y muchos. Incluso, recorrimos tramos en los cuales, si de pronto se hubieran encendido unas inexistentes luces que nos enfocaran, nos hubiéramos encontrado en unas muy ridículas posturas; posturas más propias de un desfile militar de esos que levantan tantísimo las piernas en cada paso marcial, que de unas personas curiosas que lo único que deseaban era contemplar pinturas y “bajorrelieves” de hacía muchos, pero muchos cientos de años atrás. Tan sólo eso.
En efecto, para evitar tropezar en las numerosas irregularidades del terreno, levantábamos las rodillas de forma exagerada de tal manera que no existiera riesgo de perder el equilibrio. Era, francamente, casi circense. 

En cuanto a este panel, a decir verdad no nos daba mucha impresión de antigüedad… No sé, tal vez se deba a nuestra falta de un profundo conocimiento de las técnicas pictóricas de la época; pero, no obstante…


Panel del Chamán… Debemos saber –si es que no lo supiéramos ya- que un chamán es un hechicero al que se supone dotado de poderes sobrenaturales para sanar a los enfermos, adivinar, invocar a los espíritus… Ciertamente, su figura -a la derecha- impresiona.
   

Nosotros, una vez más y en un alarde de infinito optimismo, volvimos a preguntar a nuestro guía que si había buscado bien en la yola, no fuera a ser que milagrosamente apareciera alguna linterna en algún lugar  del cual él no recordara… ¡Ah! ¡Vana esperanza! El guía nos repetía continuamente que lo sentía mucho, que él creía que las baterías estaban bien, pero que “algo había pasado” y estaban descargadas; que si se le había dañado y que alguien le había botado otra muy buena que tenía y…
¡Bueno!, volvimos a suspirar y, dando el caso por perdido, nos empleamos a fondo en intentar localizar cartelitos que nos dieran la pista de por dónde diantres pudieran estar las famosas pinturas que tanto nos habían llamado la atención al descubrirlas por Internet en las correspondientes páginas. Así, casi palpando más que otra cosa, nuestro “modus operandi” se limitaba a buscar algún panel indicativo (que, para colmo, solían estar detrás de una barandilla de madera –con lo cual se veían peor-) y cuando conseguíamos localizar el cartelito en cuestión, dirigíamos nuestra cámara fotográfica a esa zona de la pared –de la cual no veíamos absolutamente nada- y disparábamos el flash casi al azar, con la vaga esperanza de haber “capturado” alguna pieza de valor.

Era algo parecido a una cacería a ciegas.

Algo asombrosamente ridículo de todo punto… porque, has de saber, curioso internauta, que esta cueva no tiene iluminación ninguna –bueno, igual que las demás-; pero con el agravante de que las entradas de luz del exterior no son tan notorias como en las otras cavernas. Esto quiere decir, evidentemente, que es más que conveniente llevar una linterna para evitar una situación tan esperpéntica como la descrita. Es obvio que nuestro guía debería haber llevado no una, sino varias linternas para poder ver un poco “decentemente” toda la riqueza pictórica que allí estaba “celosamente escondida”.  También es de suponer que el turista o explorador de nuestros ancestros no sepa exactamente las características del lugar y que por ello no vaya convenientemente preparado. Eso es lo más lógico del mundo. Por supuesto, nos parece bien que no haya iluminación para preservar mejor la riqueza cromática, pero de eso a que entremos a tientas y tropezando por doquier, creemos que hay una pequeña diferencia. 


Aquí, ya con nuestros potentes focos, alumbrábamos los numerosos dibujos que iban apareciendo, uno tras otro, en nuestra búsqueda con el haz de luz. En esta figura antropomorfa, distinguimos perfectamente que el representado lleva en su mano izquierda algún instrumento o utensilio de medianas proporciones.



La representación animal es abundante en la cueva con gran cantidad de aves, peces y mamíferos.


Moraleja: quien desee ir a la cueva de La Línea (también llamada del Ferrocarril) que vaya con una linterna; porque en caso contrario no le rendimos las ganancias.
…Y, encima, luego tuvimos, al volver, el “numerito” –ya relatado al principio de este reportaje- de la yola a toda velocidad en medio de un mar tempestuoso o, al menos, esa era la impresión que nos daba. ¡Señor, qué tarde la de aquél día!


Bueno, pero volvamos al presente. Nos habíamos quedado en la entrada de la cueva con nuestro docto patrón de hoy (que, por cierto, él sí llevaba varias linternas) y con los protagonistas de este relato portando unos enormes focos en las manos y dispuestos a no perder ni un solo detalle del lugar, pues quedaron plenamente escarmentados de la excursión anterior.
Y ahí estamos: en la entrada de la cueva que, la verdad sea dicha, nos impresiona. En ella, entre otros recovecos, hay una gran sala en donde se pueden contemplar unas interesantísimas pinturas (recordemos que los llamamos “pictogramas”) hechas con grasas animales y que representan todo un mundo de mágica connotación que mezcla lo religioso con atávicas supersticiones. La fuerza expresiva de estos dibujos es notoria y presentan en muchos casos posturas imposibles que realzan esa expresividad que parece mentira que pueda darse en unas líneas que pudiéramos considerar, aparentemente, “tan sencillas”. Pero dejémonos de comentarios generales y vayamos a ver los pictogramas con mayor detalle.


Acompáñenos, pues, a contemplar la huella de los antiguos habitantes de esta hermosa isla, impregnada en pétreos lienzos para nuestro asombro y admiración.


Bien, en primer lugar vamos a comentar alguna de las poquísimas imágenes que “capturamos a ciegas” la semana anterior y después, a la luz de los potentes focos que habíamos adquirido, detallaremos las magníficas representaciones de todo un apasionante mundo que se nos muestra en su máximo esplendor y que, esta vez sí, pudimos fotografiar adecuadamente para ilustración y enriquecimiento de este blog. 


La verdad es que, llevando linternas, no se echa de menos la iluminación general ya que la linterna, al alumbrar solamente el objeto de nuestra atención, lo individualiza y le confiere una especie de aura que casi los hace cobrar vida.


Figura antropomorfa entre representaciones animales cuya escena queda perfectamente enmarcada por el haz de luz de nuestra poderosa linterna.


Aquí tenemos, con buen detalle, varias aves acuáticas que probablemente se refieran al cra-cra; la cual no es otra que una pequeña garza frecuente en estas zonas y que se caracteriza por sus hábitos nocturnos. Son de significar los círculos (se ve uno y del otro apenas algunos rayos -a la derecha del todo-) que en este caso se asocian con la figura de la luna, al tener trece rayos cada uno de esos círculos (por lo visto… eso dicen).

Con respecto a esta fotografía podemos ver más de cerca al ya mencionado chamán o shamán –sâmán- que de las dos formas pueden ser vistas por nuestros seguidores. Completaremos sus funciones diciendo que tomaban sustancias alucinógenas para predecir el futuro y para contactar con las divinidades o cemíes. Todo ello en una ceremonia que recibía el nombre de “cohoba”.  


 
Como parece lógico pensar, el hecho de estar en el interior de estas cuevas puede conllevar (como ha sido el caso) que el visitante quiera posteriormente ampliar su información al respecto. Así, en este sentido, no podemos sustraernos a la tentación de reflejar una pequeña parte de un interesantísimo estudio que D. Adolfo López Belando ha realizado y viene realizando en este parque y que apareció con el título de “El arte rupestre en el parque nacional los Haitises”. De él entresacamos lo siguiente:
Las pictografías de todas las cuevas pueden adscribirse dentro de la escuela de pinturas estilizadas (…). Podemos decir que en lo referente a la pintura se trata de un conjunto de arte rupestre uniforme. Las pinturas se caracterizan por el hieratismo que presentan, en muchas ocasiones calificable casi como faraónico, que sorprende por su belleza. La precisión de los trazos con que los artistas rupestres definían los animales y objetos que plasmaban en la roca, denotan un dominio técnico de la pintura que solamente sociedades dotadas de elevados niveles de sensibilidad podrían realizar. Los pintores demuestran la precisión icnográfica marcando con sutiles líneas los perfiles de los diseños, logrando de esta manera la creación de motivos naturalistas marcados por un realismo congelado. La fuerza telúrica de las paredes de la cueva asimila las pinturas generando la sensación de que éstas forman parte indisoluble de su misma superficie.”  

 
Podemos apreciar, con toda claridad y con un gran realismo, la representación de cómo dos garzas reales están enfrentadas por la captura de un pez.   

 En este otro pictograma, vemos a un ave que parece que tuviera enfrente alguna otra figura pero que ésta haya ido desapareciendo hasta casi no quedar rastro.

Sigue relatando D. Adolfo López Belando:El arte rupestre del Parque Nacional Los Haitises es de una riqueza y variedad sorprendente. Es evidente que sus artífices fueron pueblos que dominaban el mar y las técnicas de navegación. La bahía de San Lorenzo les permitía desplazarse en un lugar de aguas tranquilas, al refugio de las olas del mar abierto. Igualmente los extensos manglares les proveían de alimento en grandes cantidades y las cuevas de refugio contra los elementos y de espacios rituales donde celebrar sus ceremonias ancestrales. El estatus de área protegida de toda la zona ha permitido la supervivencia de un paisaje cultural prehispánico de inigualable belleza e interés histórico y arqueológico. Por primera vez se exponen con cierto detalle las riquezas rupestres de Los Haitises, lo cual esperamos que aportará un importante apoyo a la promoción y la conservación de los recursos culturales de este enclave protegido.”

Ciertamente, debemos felicitarnos por esta conservación y, al mismo tiempo, expresar nuestra esperanza de que la masificación turística no interfiera en su adecuado mantenimiento; y, como colofón, podríamos añadir: “que así sea”.

Pues el caso era que ya estábamos terminando nuestra visita y en verdad no podíamos quejarnos de los beneficios obtenidos en esta ocasión. ¡Qué diferencia con la vez anterior! Pero bueno, no recordemos viejas inconveniencias y centrémonos en los últimos detalles de la cueva de la Línea también denominada del Ferrocarril y también llamada “del Templo”.

 No pudimos por menos que sorprendernos ante la presencia de este bellísimo hueco en el techo o, por mejor decir, pared. El verde intenso del exterior contrastaba con el gris ceniciento del interior de la cueva. La diferencia cromática creaba una gama de tonalidades y de impresiones ciertamente impactantes.


 Tan impactantes que nos animamos a realizar otra toma de tan singular escenario. El resultado cromático y visual no puede ser más subyugante. Observemos la roca, con sus diferentes tonalidades entre grisáceos plomizos y negruzcos azabaches, contrastando violentamente pero de forma complementaria, con los verdes intensos del exterior. También, como queriendo armonizar ambos escenarios, algunas raíces (al menos, eso nos pareció) se deslizan tímidamente para, de paso, curiosear en tan fascinante mundo subterráneo.


Quien haya estado alguna vez en una cueva –tenga estalactitas o no- siempre, absolutamente siempre, el guía dice en algún momento: “pues esas rocas que ven ustedes a su derecha las llamamos –por poner un ejemplo- el oso. ¿No ven ustedes un oso?” Todos miran y miran y vuelven a mirar. Unos, más o menos en seguida, afirman con rotundidad que ven perfectamente el dichoso oso… Otros miran y miran y vuelven a mirar y no ven el oso por ninguna parte; ponen cara de póker y no dicen ni una cosa ni la contraria. Por supuesto, en el caso de que la cueva sea de las características como la que estamos tratando, es totalmente imposible que ningún guía se resista a comentar sobre los parecidos –siempre muy numerosos- de las formaciones calcáreas… Que si el oso, que si el dragón, que si el cocodrilo… Y mil imaginarias formas más.  Por supuesto, todos los allí presentes se querrán hacer una foto con tan “evidentes” representaciones.
Ah, antes de que se nos olvide… El autor de este blog quisiera hacer una recomendación muy especial a todos aquellos que visiten alguna caverna; y, sobre todo, una caverna o cueva de estas características: con formación de estalactitas y estalagmitas… Pues ha de saber nuestro siempre curioso y ávido de conocimientos internauta, que una estalactita tarda aproximadamente, como término medio, pues varía ampliamente según las condiciones de humedad, temperatura… entre 100 años y 1.000 años en crecer un centímetro… Ah, perdón, que en la República Dominicana es más común hablar de pies y de pulgadas… Bien, pues en este caso, decir que una estalactita tarda entre 100 años y 1,000 años en crecer 0.39 pulgadas (tengamos en cuenta que en la República Dominicana los miles se separan con coma, no con punto. Así, mil se representa como 1,000 en la Rep. Dom. y como 1.000 en Europa y otros muchos países)
Queremos decir con lo que acabamos de expresar que NUNCA debemos tocar una estalactita con las manos pues la grasilla que tenemos en los dedos (aunque nos hayamos lavado las manos recientemente) deja un poso invisible que rompe por completo el delicado proceso químico de formación y esa estalactita queda por mucho tiempo detenida en su crecimiento; queda, en definitiva, muerta. Esto deberíamos saberlo y actuar consecuentemente.

Dejamos a la responsabilidad de cada uno su aplicación práctica. 

 Siempre son divertidas las fotografías con esas formas pétreas que semejen animales fabulosos o cualesquiera otras formas simbólicas de simpático contenido. En esta toma, se aprecia claramente la semejanza de la roca con una cabeza animal cuya mandíbula abierta amenaza con engullir sin piedad al descuidado visitante e intruso en sus dominios.

En todo momento debemos ser respetuosos con el lugar en el que nos encontremos; pero ese respeto debe ser, incluso, mayor cuando estemos en una cueva de estas características por el frágil equilibrio que sostiene su crecimiento y desarrollo.


Pero volvamos a nuestra cueva y a esos osos, cocodrilos, dragones y muchas otras figuras de inquietante aspecto… o no, que todo depende de cada cual. Decíamos que debemos hacernos las fotografías responsablemente pues el autor ha visto –en Europa- ¡cómo unos turistas se subían a una estalagmita y se abrazaban a la estalactita para hacerse una foto! Esto sólo demuestra la ignorancia y la barbarie de unas personas que nunca deberían autodenominarse “civilizadas” y ni siquiera medianamente cultas.

Mas dejémonos de tanta digresión y volvamos al momento en el cual ya casi abandonábamos esta interesantísima “cueva de la Línea” aunque aún tuvimos que esperar un poco pues varios de los grupos que allí se encontraban, viendo que ya habíamos terminado nuestro recorrido, nos pidieron prestadas las linternas y eso demoró algo nuestra salida. Bien, una vez ya devueltas, leímos una vez más los paneles indicativos que hay en la entrada de esta cueva y nos dirigimos a nuestra yola para proseguir este apasionante viaje al pasado.

 Bella vista de la entrada de la cueva. Al fondo se aprecia cómo los visitantes están consultando unos paneles informativos.
 
Los paneles informativos de la entrada nos hablan de las características de algunas pictografías y de las curiosidades y peculiaridades de esta cueva.


Al salir, tuvimos que aguardar otra vez a que el enorme barco allí presente se apartara algo porque, la verdad sea dicha, ocupaba casi todo el fondeadero.
Mientras se realizaban estas maniobras y observando nuestro “capi” (así le llamábamos cariñosamente) que estábamos contemplando muy atentamente un gran mangle que teníamos delante, nos comentó -sin que nosotros hubiéramos abierto la boca para preguntar- que esos mangles y concretamente los mangles rojos, tienen una excelente salud pues ellos mismos se fabrican las medicinas para su cura. Nosotros, la verdad por delante, ya no dudábamos de nada de lo que nuestro patrón nos dijera pues era tanta la convicción con la que hablaba que aunque nos hubiera asegurado la mayor barbaridad del mundo, la habríamos tomado por absolutamente cierta. En fin, seguimos escuchando con la máxima atención…  “Pues sí, les digo que fabrican sus propias medicinas porque les es muy necesario. Fíjense –prosiguió- como la madera de las raíces está permanentemente en contacto con el agua y esa agua es muy agresiva por su salinidad y otros factores dignos de tener en cuenta, necesita producir alguna sustancia que minimice ese impacto. Esa sustancia no es otra que el tanino y de  ahí le viene el nombre de “mangle rojo” ya que el tanino da una coloración rojiza a la madera. Y digo –añadió- que, además, protege al árbol de las infecciones pues el tanino es un bactericida natural que”… Iba a seguir disertando con su ya reconocida elocuencia cuando se oyó un largo, profundo y agudo silbido al que continuó una potente voz que gritaba… “¡Ehh, comandante, ya puedes salir!” 

 Vista, tomada desde la espesura, del fondeadero de la cueva de la Línea.

 Aquí se puede observar perfectamente cómo el mangle desarrolla su sistema radicular para obtener un apoyo más eficaz en el fangoso terreno sobre el que se asienta.

Una vez conseguido ese mínimo espacio que esperábamos, nuestro capitán –hombre avezado en estas lides- enfiló la proa rumbo a la bahía a través del canal en el que nos encontrábamos dejando atrás una cueva muy interesante a la que, sin duda, volveremos con mayor calma. Como cabría esperar, según recorríamos otra vez el canal, aprovechamos la ocasión para observar con nuestra innata curiosidad los mangles y su laberíntica estampa; aunque, en esta ocasión, no con tanto detenimiento como en la ida. Por supuesto –¡faltaría más!- nuestro “profesor” –ya habría que calificarle como tal- nos dio un último apunte sobre el mangle rojo: “¿Ven ustedes todos esos moluscos que están adheridos a sus raíces?, pues son los llamados ostiones que tanto llamaban la atención de los primeros europeos cuando se lo contaban los antillanos. Porque, hemos de saber –recalcó con mal disimulado orgullo- que los europeos no se podían creer que se recolectaran ostras en árboles que crecían en medio del mar. Eso no se lo creían… ¡hasta que lo vieron con sus propios ojos!” Aquí cesaron momentáneamente sus lecciones pues ya salíamos a mar despejada; siendo así que al poco de salir del citado canal fuimos a dar con unos extraños pilotes que emergían del agua y que estaban coronados por aves de diferentes especies. Preguntamos a nuestro capitán y –como era ya lógico en él- nos respondió cumplidamente…
 “Sepan –nos dijo-  que eso que ven ustedes ahí, son los restos del muelle de atraque que serviría para descargar mercancías que luego serían transportadas por ferrocarril hasta diferentes partes del país. Éste habría de ser un ramal que uniría con Sánchez y que, además, estaba estudiado que llegara también hasta Santo Domingo de Guzmán, aunque eso no lo tengo muy seguro –nos dijo-. Todo el maderamen se fue desmontando –continuó- con el tiempo y lo que queda en la actualidad son los soportes que ahora sirven como “lugares de descanso” de ciertas aves.

La yola continuaba su travesía dejando atrás un surco que era como una herida abierta en la tersa y silenciosa superficie de la mar. El viento estaba en calma pero la brisa producida por nuestra velocidad nos acariciaba y nos rumoreaba silbos de extrañas connotaciones casi oníricas. El sol dejaba caer su luz a raudales y nos proporcionaba una agradable sensación de paz y bienestar. Cerramos los ojos por unos instantes y aprovechamos para sentir; sólo sentir por unos momentos… intentando no pensar…  Sentir… sentir… 

 Dejando atrás la cueva de la Línea.

Pilotes del antiguo embarcadero del ferrocarril con un pelícano descansando en primer término.

Simpática presencia de dos charranes o palometas de mar.






La cueva de la Arena no es una cueva como las demás que hemos visitado. No; la cueva de la Arena tiene una personalidad muy definida y, aunque no posea la riqueza pictórica de las otras dos cuevas ya conocidas por nuestros internautas, tiene unos valores visuales que impactan poderosamente en nosotros. Además, la relativa escasez de pictogramas viene compensada –ampliamente- por los tres bajorrelieves que tenemos en la entrada de la cueva. Incluso, nos encontramos con la excelente oportunidad de verlos “agrupados” pues hemos de saber que el total de bajorrelieves localizados en la zona protegida de Los Haitises se eleva a cuatro. ¡Y de los cuatro, tres están en este lugar! (el otro se encuentra en el llamado "Abrigo de Héctor") Estos bajorrelieves, como veremos a continuación, son, sencillamente, maravillosos. 

 Vista del embarcadero de la cueva de la Arena. Al fondo, la oficina y Centro de Recepción adscrito a la Subsecretaría de Áreas Protegidas.

En las paredes exteriores de la oficina se puede ver una representación, con vibrantes colores, de uno de los bajorrelieves que veremos al poco tiempo.


Es una auténtica lástima que hayamos tenido conocimiento de que alguien, "tal vez interesado”, se haya dedicado a pintar en las paredes algunos dibujos de corte similar a los originales existentes en las otras cuevas. ¿Para qué? ¿Por qué esta barbarie digna de cárcel? Creemos que estas imposturas han sido felizmente borradas en una de las actuaciones de limpieza y reparación de elementos dañados que la Administración lleva a cabo. No obstante, entendemos que no hay que bajar la guardia ante semejantes atentados contra el patrimonio común.
En este sentido, y aun siendo conscientes de que el hecho denunciado aconteció aproximadamente en el años 2006 y creyendo firmemente que es totalmente inadmisible que vuelvan a producirse estas agresiones a la historia dominicana, ponemos un enlace con la página de “ECOportal dominicano” en el cual se expone un interesante artículo de D. Domingo Abréu Collado -publicada en el mencionado año 2006- sobre esta inaceptable actuación que debe ser vigilada entre todos para que no se vuelva a repetir y así evitar que presuntos mezquinos intereses se puedan extender en el tiempo contagiados por mentalidades obtusas que no ven más allá de sus narices.





 
Bien, dicho lo anterior, continuemos con nuestro apasionante viaje y volvamos al punto en el cual nos habíamos quedado…


Nuestra yola seguía su trayecto en dirección a Caño Hondo para, antes de llegar a dicho emplazamiento, hacer un alto en la última de las cuevas que vamos a visitar hoy: la cueva de la Arena. El sonido del motor ya casi no se oía pues nos habíamos acostumbrado a él y conseguíamos abstraernos de tal manera que nuestra atención y nuestra sensibilidad se centraran en lo más importante; a saber: la tranquilidad que nos rodeaba y las impresiones bonancibles y agradables que sentíamos de forma difusa, que es como hay que percibir estos sentimientos. Poco a poco, nos adentrábamos en el interior de la bahía de San Lorenzo. Ya habíamos dejado atrás Caño Salado, Caño Preso y el islote Willi, cuando avistamos una caseta de color verdoso al lado de un fondeadero que, según nos comentó nuestro patrón, no era otra que la oficina y centro de recepción que la Subsecretaría de Áreas Protegidas tiene en este lugar. 
Cuando llegamos, amarramos la gruesa cuerda al muelle y pusimos pie en tierra (bueno, en la madera del muelle); siendo entonces cuando nos percatamos de que la citada oficina estaba totalmente cerrada. ¡En fin!, ¡Qué le vamos a hacer! Nos acercamos y pudimos fotografiar unas curiosas pinturas de vivos colores que, al parecer, representaban uno de los bajorrelieves que se encuentran aquí. 

Cuando el autor de este blog vio esta magnífica cabeza lítica, no pudo por menos que felicitarse por haber encontrado alguna representación "con luenga barba" al igual que la suya aunque ahora esté un poco más recortada. Al menos, eso le pareció.

Otra magnífica represenación de cabeza humana. Es de notar el realismo y la expresión aprovechando, al mismo tiempo, el propio relieve de la roca.


La verdad sea dicha: cuando atravesamos la pequeña playa y ya nos encaminábamos hacia la entrada de la cueva, nuestro guía, "capi" y maestro, nos indicó: "¡miren, miren a su izquierda!" ... ¡Guauuu! -perdón por la expresión, pero no pudimos contenernos-, nos quedamos totalmente sorprendidos de la extraña y misteriosa belleza que dimanaba de cada uno de esos bajorrelieves que allí descubríamos; porque han de saber nuestros seguidores y curiosos internautas que estas tallas tienen la particularidad de provocar una inquieta admiración. En primer lugar por su emplazamiento con respecto a rocas y oquedades que los enmarcan y, en segundo lugar, por el misterioso halo que se desprende de sus miradas, de sus gestos, de sus rictus.  

Si hemos de ser sinceros, tendremos que afirmar que estuvimos un buen tiempo admirando estos trabajos escultóricos. Nuestro patrón guardó un discreto silencio pues contemplar estas figuras, que muy posiblemente tuvieran un significado religioso, es guardar un profundo respeto a las creencias ancestrales de los Tahínos. Después de un lapso de tiempo que no sabríamos definir, nos sacó de nuestro recogimiento la voz de nuestro patrón. Su tono nos pareció más bajo de lo normal y casi, casi diríamos que nos susurraba, aunque de manera perfectamente audible. Nosotros creemos que la presencia de las pétreas figuras de alguna manera influye en el que está contemplándolas y transmiten una energía ¿telúrica? Sea como fuere, su influencia se siente de manera sutil pero perceptible, de eso no nos cupo ninguna duda.
Como decíamos, nuestro patrón, acercándose respetuosamente, quiso explicarnos en qué consistían los bajorrelieves. Todos estábamos a unos dos metros de una de las figuras para obtener una mayor perspectiva en la que pudiéramos profundizar los detalles que, de otra manera podrían escaparse. Así, nos comentó que los bajorrelieves se consiguen remarcando los bordes del dibujo y rebajando posteriormente el muro sobre el que se realiza el trabajo para ir tallando las figuras que, en definitiva, van a sobresalir algo con respecto al fondo. Continuó nuestro guía diciéndonos que en un bajorrelieve, para que sea considerado tal, su figura realzada debe sobresalir menos de la mitad del bulto; obteniéndose, de esta manera tan sutil, un claro efecto tridimensional. Sin duda, todo un logro de los artífices prehispánicos caribeños.

 La cueva de la Arena corre paralela a la costa, con varias aberturas hacia ella. Antes de entrar, podemos ver diferentes cortes que dejan pasar libremente el agua de esta laguna en formación.

Magnífica representación pétrea con una gran fuerza expresiva y perfectamente modelada.


Tras quedarnos unos minutos más observando detenidamente los bajorrelieves y haciendo las correspondientes fotos para poder deleitarnos posteriormente con su presencia,  procedimos a entrar en la “recepción” o “lobby” de esta preciosa caverna; es decir, en su primera sala. Esta cueva, como ya se comentó líneas arriba, puede que no tenga la riqueza pictórica de otras; puede que no tenga la fastuosidad de un bosque de estalactitas puntiagudas y espectaculares o puede que no posea abundancia de petroglifos; pero de lo que no cabe ninguna duda es de que su belleza intrínseca proviene de la armónica conjunción de las rocas en su hermanamiento con el agua y las arenas. Mas esta conjunción, que ya de por sí se insinúa interesante, lo es, sobre todo, por la belleza plástica que encierra. En efecto, los reflejos propiciados por un agua siempre en balanceo, los marcos silueteando oquedades en unas pétreas paredes que encuadran perfectamente a otras salas o directamente al exterior y, por no ser exhaustivos, añadiendo la belleza que la suavidad y textura de la arena provoca en su contraste con una adusta roca que se refugia tras ella, son motivos más que suficientes para considerar imprescindible su visita. No hacen falta aditamentos espurios de ningún tipo para ello.

¿Qué decir del agua cuando ésta sube  y cubre las finas arenas de algunas de sus salas? ¿Qué decir de esas estalactitas, protagonistas en forma de hoja, contrastando y compitiendo en tonos con respecto a sus paredes? ¿Y qué decir, por resaltar un aspecto más, de esos pasos obligados a través de “claraboyas naturales” en la roca mediante escalas de madera? 

Merece la pena, sin duda, “vivir” esta cueva y sentirla y llegar a creer que hemos estado en un lugar plenamente mágico; porque de hecho, lo es. 

 Quedaremos sorprendidos por la amplitud de la primera sala que encontraremos, además del hecho de no tener que pisar  un duro suelo como en las otras cuevas. Aquí, el piso es mullido, suave, aterciopelado.

Estas estalactitas –suponemos que lo son- nos llamaron poderosamente la atención ya que no tienen como la inmensa mayoría de ellas, la típica forma cónica, sino que presentan una forma inusualmente ancha que, creemos recordar, se debe a no sé qué fenómenos físicos que hacen que la gota, al precipitar en carbonato cálcico, tenga un efecto expansivo. Bueno, en realidad –repetimos- son suposiciones pues no quisimos preguntar a nuestro guía por aquello no abusar de él.

Preciosa, sugestiva y sugerente ventana al mar.

Creemos que después de lo expuesto poco queda por comentar sobre este emplazamiento; pero no por cuestiones de falta de motivos que destacar, sino porque somos conscientes de que las características propias de la cueva de la Arena aconsejan que no se den demasiadas explicaciones sobre ella ya que lo más importante de esta gruta es la impresión que produce en nosotros y eso, lógicamente, es algo muy personal; es algo que cada cual debe percibir estando allí; es algo que no podemos trasladar a otro porque un sentimiento es el resultado de un estímulo emotivo, de una emoción, a través de lo cual la persona que es consciente tiene acceso al estado anímico propio, por lo que no puede extrapolarse nunca de unos seres a otros. Es, podríamos decir, “personal e intransferible”. 

 Causa extrañeza observar –y sobre todo subir- escalas de madera a través de huecos naturales en la pared a más de metro y medio del suelo. ¡Nos sentimos espeleólogos de primera!
 
Por uno de los pasillos de esta caverna observamos una oquedad casi en forma de corazón que nos permite divisar el agua entrante y un arrobador juego de luces y volúmenes.

¿Quién puede decir que esta cueva no es bellísima? ¿Quién cree que tiene necesidad de aditamentos para potenciar su interés? ¿Cómo se puede estar tan ciego?


           Veamos, pues, por este motivo, algunas imágenes más de esta extraordinaria cueva y pasemos a continuación a relatar detalladamente la última parte de este inusual recorrido.  



Entrada de agua por debajo de unas rocas erosionadas a través de miles y miles de años. La luz, los reflejos, las siluetas ondulantes reflejadas en el techo… Casi se podría decir que esta cueva tiene vida propia.

Las pasarelas son otra de las características de este escenario. Su necesidad viene de la mano de que se inunda con las mareas y también cuando el tiempo es especialmente tempestuoso, a pesar del amortiguamiento que supone la bahía de San Lorenzo.

Salas que se inundan periódicamente, pasarelas con sus “miradores”, múltiples “ventanales”, la fina arena…

La salida se hace por el mismo sitio por el que se entró. Dejaremos atrás todo un mundo escondido que se nos muestra con generosidad siempre y cuando nosotros sepamos verlo y, sobre todo, sentirlo.



El rojo, azul y blanco abrazaban al viento a su paso. El mástil se cimbreaba como queriendo despedirnos o, por mejor decir, desearnos un pronto regreso. Las tablas del embarcadero crujían bajo nuestras botas y el aire, en su viaje al infinito, parecía que nos musitara extraños ecos de pretéritos tiempos. El día era diáfano, claro, luminoso...


“El día era diáfano, claro, luminoso…”



Montamos en nuestro pequeño y ya querido barco cuando, por alguna causa desconocida de la cual no sabemos muy bien la razón, en el momento de poner uno de los pies en el asiento para bajar del maderaje del muelle, la yola cabeceó y a punto estuvo el narrador de dar con todo su cuerpo en el agua; un agua que con toda seguridad tenía la calidez propia de estas tierras tropicales, además de presentar una transparencia más que agradable. Sin embargo, aunque el baño hubiera sido sumamente relajante, éste no hubiera tenido un adecuado recibimiento por caer con cámara, vestimenta, documentación… y todo el etcétera que queramos poner. Por fortuna, aquello quedó en un susto pues la mano vigorosa y rauda de nuestro patrón agarró en seguida al “tambaleante” y evitó, así, males mayores. La verdad es que nuestro guía era una joya (dicho con todo respeto y con su permiso, claro está).
…Y con la convicción de que el viaje estaba llegando a su término, enfilamos a través de la bahía de San Lorenzo rumbo a Caño Hondo, en donde estaba previsto un frugal almuerzo que nosotros entendíamos que era merecido -aparte de ser la hora habitual para reponer fuerzas-. No obstante lo anterior, el autor debe decir que si por él fuera, estaría todo el día de “exploración” y esa “nimiedad” de la comida ya quedaría para otro momento; pero, claro está, no iba solo y por ello también había que pensar en los demás. 

Éste es el último islote que avistaremos hasta llegar a Caño Hondo. Ya vamos entrando en la zona en la que se cierra la bahía de San Lorenzo y su orilla da la vuelta como queriendo recobrar la visión de la mar abierta y océana.


En Los Haitises hay numerosas especies de aves. Aquí podemos ver a un pelícano en pleno vuelo. Estas aves, al ser aves nadadoras, tienen las patas palmeadas con una membrana interdigital entre sus cuatro dedos –a semejanza de los patos-.



Dejamos atrás un último islote y nos dirigimos prácticamente en recto a la desembocadura de un gran río: “Caño Hondo”. Bueno, eso es lo que podría pensar cualquiera que viera su embocadura. En efecto, ese amplio cauce que vemos cuando entramos es una corriente de agua que tiene ¡tres kilómetros de longitud! A ella vierte, a su vez, un pequeño riachuelo llamado el Jibale. Creíamos que remontaríamos el “ancho río” cuando nuestro patrón giró a su derecha y nos metimos por un pequeño afluente que luego supimos que se llamaba “Caño Chiquito”. ¡Y ciertamente que lo era! En varios tramos del recorrido las ramas se entrelazaban de una orilla hasta la otra y momentos hubo en los cuales hasta teníamos que agachar un poco la cabeza; sobre todo el ayudante que iba de pie en la proa, dirigiendo alguna que otra maniobra pues el calado no debía de ser suficientemente profundo y sospechamos que, además, debe de ser variable –aunque este extremo no pudimos constatarlo-. Nuevamente estuvimos inmersos en la espesura de un gran manglar; un manglar que unía sus ramas por encima de nuestra cabezas, de tal manera que estábamos metidos en un auténtico túnel vegetal. La sensación es especialmente emotiva para aquellos que no estén acostumbrados a estos parajes, pues inmediatamente acuden a sus mentes escenas de lanchas a través de la selva virgen vistas en documentales de exóticos y muy lejanos países. La impresión de estar atravesando una selva casi inexplorada no podrá ser apartada de nosotros hasta que lleguemos a nuestro destino: el fondeadero. 

Caño Hondo es un río de corta trayectoria pues tiene tan sólo tres kilómetros de longitud. Engaña la anchura de su desembocadura aunque poco  a poco se irá estrechando en una extensa zona de tierras pantanosas pobladas por mangles.

Caño Chiquito desemboca al final del recorrido de Caño Hondo. Se podría considerar casi como un canal en cuyas orillas se desarrolla un magnífico manglar en forma de galería; de tal manera que recorremos un largo trecho por un auténtico túnel. 

 
Todavía tuvimos que dar unos cuantos giros hasta llegar al embarcadero que nos aguardaba tras una suave curva. Dicho embarcadero estaba prácticamente lleno de pequeñas naves de diferentes formas y colores. Atracamos como pudimos, subimos al entarimado y nos informaron que si queríamos ir a un interesante restaurante que hay en los límites del parque (pero ya fuera de él) teníamos dos opciones: o ir andando –unos veinte minutos- o bien coger un motoconcho que, por supuesto, siempre estaba por allí. Obviamente y siempre pensando en los demás, optamos por coger el motoconcho. Su conductor –con aspecto asiático- esquivaba con habilidad sorprendente todos los hoyos que nos encontrábamos, de tal manera que se ganó una propina por su habilidad –aunque sospechamos que también influiría que supiera de memoria el recorrido por haberlo realizado cientos o tal vez miles de veces-. Bien, pues así íbamos cuando, en muy poco tiempo, llegamos al hotel. Nos dejó allí y quedamos -calculando más o menos el tiempo que tardaríamos en comer- a una determinada hora para que viniera a recogernos.
Nos llamó mucho la atención el mencionado hotel pues, según pudimos saber, se trata de un proyecto innovador que conjuga un adecuado descanso y esparcimiento con un riguroso respeto al medio ambiente. Parece ser que es un proyecto pionero que trata –eso- de armonizar naturaleza y desarrollar de una manera no agresiva el concepto de “hotel ecológico”. Al llegar, ya llama la atención la hechura de sus paredes, de sus terrazas, de sus jardines y, como algo muy curioso y espectacular, de sus piscinas “naturales”. La verdad es que se trata de un lugar agradable en donde nos sirvieron una buena comida a la que hicimos justicia.
Descansamos un rato en tan peculiar entorno pues buena falta nos hacía ya que las emociones surgidas a lo largo de toda la mañana habían hecho mella en nosotros y esa alegre fatiga –antes latente y silenciosa- comenzaba a aflorar inexorablemente. 
Mientras esperábamos a nuestro motoconcho, curioseamos algunas “reliquias” que por allí había; como, por ejemplo, piezas que identifican el primer ferrocarril bananero (así nos lo expresaron), la primera máquina hidráulica de descascarillar arroz, o la primera generadora de electricidad que, al parecer, se remonta a la lejana fecha de 1900. El autor, curioso impenitente, disfruta en grado sumo la contemplación de todos estos “cacharros” de tan gran valor histórico. Por supuesto, además de exponerse estos elementos citados, también pudimos observar algunos objetos de los primeros pobladores indígenas. ¡Vamos, que comimos y nos dimos un baño de historia!

Era agradable escuchar y oír el sonido del agua cayendo por las cascadas de las piscinas que aprovechan el agua de Caño Chiquito (eso nos dijeron, pero no lo hemos podido confirmar) para deleite de los que quieran mitigar el calor del día. 

  El hotel ecológico en el que estuvimos comiendo tiene una arquitectura tan integrada en su entorno que pareciera surgido de la misma tierra. Todos sus elementos constructivos tiendes a ser “naturales”. Sus habitaciones, al menos en una parte de su 
desarrollo, reciben la denominación de “nidos”. 

 Su jardín, con sus llamadas “piscinas naturales” –que, en realidad, están “un poco” ayudadas, ponen una nota dinámica y rumorosa al ambiente en el que nos sumergimos al entrar en tan privilegiado lugar.



Las sombras iban estirando el paisaje hacia la mar. La luz comenzaba a declinar anunciando un todavía algo lejano pero inexorable atardecer. El cielo seguía claro aunque, como suele ocurrir con frecuencia, se iba cubriendo de nubes que, en principio, no parecían amenazadoras. Las copas de los frondosos árboles se balanceaban al unísono mitigando la sensación de calor que siempre se suele tener por estos lares.  El salto de agua o, mejor dicho, los saltos de agua que renovaban constantemente la cubeta de las llamadas “piscinas naturales”, ponían una nota algo ruidosa que silenciaba en muchas ocasiones el canto de las aves; unas aves que, ahora ya sabemos, eran objeto principal en los pictogramas, de los pueblos taínos.  Así, mientras los artistas europeos se dedicaban a pintar bisontes, los artistas de esta isla -de la isla del poderoso monte Duarte- dedicaban su sensibilidad a pintar aves en diferentes posturas y actividades. Hemos sido testigos privilegiados de un mundo pasado que está plenamente vivo y presente en la actualidad. El alma de aquellos antiguos pobladores sigue estando en cada una de esas representaciones aladas o de cualesquiera otra factura. Es cierto que ellos ya no están con nosotros, pero ahí ha quedado su arte para que nunca podamos llegar a olvidarlos. 


El fondeadero suele tener una gran afluencia de visitantes. Al fondo, llama la atención una gran yola que ha sido bautizada como “Hakuna Matata”, conocida canción de la película “El Rey León”… “Hakuna Matata / vive y deja vivir / Hakuna Matata / vive y sé feliz” que se decía en la citada banda sonora.

Fuimos a una playita solitaria en la cual nos pudimos bañar dando por terminado nuestro apasionante viaje. Fue un digno colofón que puso un broche de oro a un día cargado de emociones y vivencias que difícilmente olvidaremos. Quedamos con ganas de volver y a buen seguro que volveremos.

 
Estábamos es estos pensamientos cuando sonó el ruido inconfundible del motor que se acercaba. Bajamos, montamos en él y con la misma facilidad de la ida, regresamos. Una vez en la yola, camino de casa, nos dijo nuestro patrón que si nos apetecía tomar un pequeño baño. Así lo hicimos y acabamos esta jornada con el masaje relajante que supone nadar un poco después de tanto ejercicio mental; después de tantas maravillas como han llenado nuestros ojos y después de haber vivido y sentido el espíritu de un parque nacional que es un fiel reflejo de pretéritas épocas y de haber oído o escuchado los latidos de un corazón que no se extingue con el paso de los siglos: el corazón de Los Haitises.       


trucos blogger


Dado que todavía no hemos hecho ningún vídeo en la República Dominicana acudimos provisionalmente a YouTube para que no quede el reportaje sin, al menos, uno. 


Éstas son las zonas de Los Haitises que se muestran a los turistas. No obstante, el autor tiene en su agenda hacer una "expedición" por las zonas más desconocidas del Parque... Pero eso será el próximo año...






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